Quince, quince y diez

Metió dentro del bolso las cinco o seis cosas que creyó que le iban a ser imprescindibles para los días siguientes: una remera, un par de medias, un calzoncillo, un libro y una botella de whisky. Se fue sin saludar. Evitó dar el portazo hollywoodesco; no tenía ánimo ni para eso. Por otra parte, sabía que de una desavenencia conyugal crónica no se puede volver, pero de un portazo, menos. Sonrió para sí por la ocurrencia, ya en la vereda, por primera vez en una semana.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailEn la recepción del hotel donde iba a pasar la noche había un espejo desde el techo al piso; era el único detalle que quedaba de un pasado de calidad digna. La imagen que vio no podía ser más propia. No solo porque se reconoció en esas facciones, en el pelo enmarañado, en la ropa de siempre, sino porque ese tipo que estaba viéndolo no podía ser otra cosa que un recién separado. Ni un presidiario en su primer día de libertad condicional ni un viajante de comercio venido a menos ni un escapado de Interpol. Como si llevara un cartel en la frente: “me estoy separando. Hoy duermo afuera…”.
-¿Cuántas noches se va a quedar?-, le preguntó el muchacho que acababa de tomar el turno de la noche. Por oficio, por código o quizás por temor, en ese breve intercambio de formalidades no se atrevieron a mirarse a los ojos.