Yo que sentí el horror de los espejos
no sólo ante el cristal impenetrable
donde acaba y empieza, inhabitable,
un imposible espacio de reflejos

sino ante el agua especular que imita
el otro azul en su profundo cielo
que a veces raya el ilusorio vuelo
del ave inversa o que un temblor agita.

El antropólogo James Frazer sostenía que muchos pueblos creen que el alma humana radica en la sombra; otros ("o también los mismos", aclara) consideran que reside en la imagen reflejada en el agua o en un espejo.

A veces me da en creer que a poco que se contemple, uno también puede ver su esencia en el otro. El otro, como espejo.

Me pasa a menudo que me cruzo por la calle con algún muchacho o incluso un adolescente y en ese destino de fugacidad del encuentro, me surge algo propio. Un gesto, el andar, la mirada, cierta angustia no exenta del miedo de la vida primera.

En algún sentido, ese instante me reconforta. Saberse, intuirse, en el otro -como el otro- me afianza en lo que soy, en lo que quiero ser, en lo que creo que fui o quise haber sido.

En otras ocasiones, el reflejo no me viene del pasado sino del mañana. Como sombras que esperan el atardecer para acercarse a mí. Hay una vejez que me espera inexorable, paciente (quiero creerla paciente; mi propia vejez con impaciencia no me causa gracia alguna), con sus secretos que puede que hoy esté empezando a elaborar.

Es entonces cuando me detengo; cuando pretendo que ese instante, esa fugacidad de las miradas que se cruzan, se estire un poco más. Quiero saber de mí, quiero que mi alma o parte de ella -habitando ese otro ser más gastado que yo- me insinúe lo que vendrá. Que me descubra, que ese yo que vive adelantado se dé cuenta de que lo estoy mirando con la mirada de los que se reconocen –como esos pibes que me cruzo, parecidos a mí, y por un instante me preguntan con los ojos y no les respondo- y esperan una señal, un santo y seña, un salvoconducto que nos ahorre los momentos en que se hace tan difícil vivir.

Al fin y al cabo, cuántas clases posibles hay de seres, cuantas conductas, cuantos sueños, cuántas ansiedades y miserias y cuántas sus combinaciones en un solo ser.

Sin haber estudiado jamás algo parecido a la estadística, sé o intuyo que las repeticiones no solo son posibles: son necesarias.

Sé que he sido ese muchacho que aguarda con ansiedad el colectivo en la parada de la plaza. Por eso, en algún sentido lo sigo siendo.

Sé que también ese viejo que está casi a su lado, sentado en el banco mirando la mañana me lleva dentro. Sí, estoy siendo aquel que voy a ser en algunos años.

Esto que soy hoy no es ni más ni menos que los cuatro o cinco pasos que separan a uno de otro. Soy ese exiguo e irremediable camino.

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