Relámpago

Esa porción de la realidad que no se puede explicar de dónde viene y que ya no podrá ir hacia ningún lado. En un instante, en este que sucede, será inasible. Así es un sueño que se trunca por alguna razón. Esta vez fue un trueno, uno de los tantos –quizás el más potente- de la madrugada de ayer. En mi sueño fue un cajón de un mueble que al abrirse provocó ese sacudón que hizo temblar la cama y me despertó. Quizás era una bomba que indefectiblemente habría de hacerme estallar en pedazos. Dicen que cuando uno sueña que se muere, se despierta, porque no puede soportar semejante conmoción. A veces me gusta creer que es porque tal vez el sueño nos dé una certeza de lo que viene después; algo en lo que al fin empezar a creer. Un indicio. O bien, como decía un pariente viejo y lejano: “el que sueña que se muere, amanece frío…”.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailComo sea me desperté. Y quizás no tanto. Esa confusión de no saber con claridad si aquel cajón de un mueble que no conozco y que apenas pude abrir podía estar allí, al costado de mi cama, un poco más lejos, en la pared de enfrente o si el trueno también fue parte del sueño o comprender –de alguna manera comprender, sin recurrir al entendimiento- que está lloviendo, que eso que se escucha son las gotas que caen recias contra el techo de chapa. Que la lluvia es una buena razón para no entrar en razón y seguir durmiendo, aprovechando las horas que faltan para que suene la alarma. Porque si de algo estoy seguro es de que es de noche: en ese sueño del que quizás no quiero salir o en esta realidad a la que me niego a entrar está oscuro. De oscuridad o de ojos cerrados. Hasta que un relámpago me lo confirma: estoy con los ojos abiertos y es noche. Y eso que acaba de dibujarse en el vidrio de la ventana, justo detrás de la cortina azul es un rostro. Era. O mejor dicho, fue. Tal vez el de una mujer; si tuviera a mano un lápiz y un papel y supiera dibujar podría trazar ligeramente el contorno de la cara, los ojos entreabiertos, la línea de la nariz apenas insinuada, un mechón cayendo sobre la frente. Definitivamente tiene que ser un sueño. En la realidad, en una madrugada de furia de rayos y viento y aguacero las mujeres no se asoman por las ventanas ajenas a ver qué hay detrás de las cortinas y en la oscuridad de un cuarto. Más aún si esa ventana y ese cuarto están en un primer piso. A no ser que la mujer salte o sea muy alta o levite o no exista. Y cada una de estas opciones –sobre todo las últimas dos o tres- son lo suficientemente aterradoras como para negarse a aceptar que esto es la realidad. Hay una sola manera de confirmar que estoy en un sueño: dormirme o volver a dormirme y cuando la alarma suene no recordar nada. Ni el cajón ni la explosión ni la muerte ni la mujer. Solo un trueno y una lluvia en la noche.
No, no voy a esperar el próximo relámpago. Voy a cerrar los ojos. Voy a evitar pensar. Voy a meterme entre los pliegues aún tibios del sueño reciente e inasible a buscar la textura del mueble que acabo de abrir. Aunque todo estalle y me haga volar en pedazos. Y muera yo. O el sueño. O la noche.