Saberes fugaces

Ponerle título a una entrevista es todo un tema en el oficio del periodismo gráfico. (Escrito así parece que fuera una cuestión de importancia capital, pero no lo es. Casi nada en el periodismo lo es, pero si uno –que trabaja de eso- lo toma con semejante relatividad puede llegar a caer en la displicencia y hacer las cosas mal. Como en cualquier otro oficio). Uno de los atajos a los efectos de no enroscarse demasiado, es tomar una frase del entrevistado: “Ya he decidido que me voy a presentar a un segundo mandato” puede ser un gran título si el entrevistado fuera el Presidente de la Nación. Dicho por él tiene una contundencia que supera la mera enunciación de “El Presidente aseguró que irá por un nuevo mandato”.
La política, en todos sus niveles y con casi todos sus protagonistas, suele ser bastante generosa en títulos textuales.
Lo mismo puede ocurrir si el entrevistado es un artista, músico, escritor, filósofo, etc. Pero a no ser que en la entrevista el protagonista se despache con una declaración de alto impacto (“El Aleph no lo escribí yo, sino uno de mis alumnos”, confesó Borges. Y ahí más que un título hubiéramos tenido una noticia. Un notición), es altamente probable que el periodista deba recurrir a una frase “profunda” de su entrevistado. Y ahí es cuando la cuestión adquiere sus particularidades. Porque si bien es cierto que el tipo dijo tal cosa, a veces la frase suelta –ni siquiera sacada de contexto, suelta- adquiere o bien una petulancia mayúscula o bien una estupidez tremenda. “Escribo porque mi alma no conoce otro lenguaje”. ¿Eh? Y capaz que el hombre acaba de lanzar la primera (y única) edición de un librito de poemas surgidos a la vera de un despecho amoroso. Y el lector –con gran tino- interpelará: ´y a este quien lo conoce… Aflojá un poco, Rubén Darío…´. Pero resulta que el ñato dijo semejante frase en el marco de un pensamiento que lleva a otro. Demasiado título en proporción a la entrevista y el entrevistado.
Por ejemplo, si alguien me entrevista y me pregunta por qué elegí trabajar de periodista, podría decir algo así: “Los periodistas no nos conformamos con saber algo: queremos saber todo”. Gran título, podría decirse. Pero lo primero que va a pensar el lector medianamente avispado es: “ah, claro, pero se terminan conformando con no saber nada”. Y dará en la tecla.
Porque en el fondo es la batalla que debemos dar todos los días quienes nos dedicamos a esta cosa: saber que no sabemos nada de nada. Si dejamos de dar esa batalla, estaremos ejerciendo mal nuestro oficio. Que no es otra cosa que contar. Y no se puede contar sin saber lo que se está contando.
Para contar la teoría de la relatividad tengo que saberla y entenderla. No digo recorrer todos los caminos por los que Einstein anduvo para elaborarla (porque para eso deberíamos ser físicos y no periodistas), pero sí conocerla y poder explicarla. Vale lo mismo para los deportes, la política, la economía, la cuestión de género, el ámbito judicial, etcétera.
Esta columna que escribo todos los días no es periodismo. No pretende serlo.
Pero algo del oficio se inmiscuye también en este espacio.
Desde hace ya algunas semanas quiero escribir sobre un pájaro que cada tarde, entre las siete y las ocho (a la hora en que comienza a anochecer), viene a cantar a mi casa. Pero no sé qué pájaro es. Y me parece que la columna no va a quedar ´cerrada´ sin ese dato. Entonces quiero saber. Para contar.
Ya he podido distinguir los trinos de diferentes especies como el benteveo, el gorrión, el hornero, la paloma... Aprendí también –leyendo y preguntando- que es en el anochecer y en el amanecer cuando la mayoría de los pájaros aprovechan para cantar (condición que no solo es de las aves: otros animales también lo hacen). Leí sobre urracas, mirlos, lechuzas…
Pero no sé cuál es ese pájaro que todas las tardes llega a mi casa (o quizás ha estado durante todo el día) y lanza un trino que es un lamento inquietante, perturbador. Como queriendo decir…
No quiero ser ornitólogo; me gusta hacer lo que hago. Pero sobre todo, me gustaría saber para poder escribir esa columna. Y luego, otra.
Un saber tan fugaz como ese canto de atardecer.