Por Marcos Gonzalez

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Lindo sería que me pusiera a contradecir desde este espacio –o de otro- a Alejandro Dolina. Si en una mesa de café están él, otros tres tipos como él y me invitan a sentarme, seguramente permanecería callado todo el tiempo. Respondería, en caso de que me hicieran una pregunta, con la sencillez de lo escueto. No sé si eso se llama respeto por el que sabe más; prefiero verlo como una cuestión de gustos: me gusta a escuchar a tipos como Dolina. Puedo coincidir o no con sus apreciaciones, pero me quedo con cierta lírica en las palabras, la cadencia de las frases, el intento por buscar algunas de las armonías del pensamiento.

Dijo Dolina cierta vez que eso de “la universidad de la calle”, que suele decirse de aquel que no estudió pero tampoco se quedó encerrado, es algo así como una mentira. Una falacia que además se torna ingrata para quien ha querido estudiar y no ha podido. Siguiendo el razonamiento del creador de “La venganza será terrible”, me preguntaría por cuál calle debe transitar aquel muchacho que sueña con hacer puentes pero no puede asistir a la Facultad de Ingeniería.

En todo caso, celebro a aquel que por decisión propia ha preferido mantenerse al margen de la instrucción tradicional y se ha lanzado a la vida en busca de otros saberes. O de ninguno. Lo celebro como se celebra toda decisión que se puede concretar. Aunque luego pueda traer su cuota de arrepentimiento. Vivir también tiene algo de eso.

No obstante, creo que en estos tiempos está bueno lanzarse a la calle. Tanto para ingenieros como para oficinistas, abogadas y plomeros matriculados, estudiantes, graduados, miembros de cooperadora, señores padres.

Lanzarse a la calle como un ejercicio de estar con gente. Suele decirse que visitar otros países tiene el encanto –entre tantos- de conocer otras culturas. Bueno, lanzarse a la calle vendría a ser algo de eso: encontrarse con otra cultura, que bien podría ser la propia.

Conocer gente, aunque sea someramente –en un viaje en colectivo, en un almacén, en una plaza de domingo, en un barrio alejado-, pero necesariamente otra. No la gente que ya conocemos, la que nos conoce, con la que hemos discutido decenas de veces las mismas cuestiones disfrazadas de variados temas.

Conocer gente de reojo, como quien escucha a la pasada, como quien se lleva una imagen sin necesidad de sacarle una foto con el celular.

Como decía Roberto Arlt, vagar. Y hacía una aclaración: “ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia”.

Una suerte de atorrantismo de cabotaje; sabiendo que a eso de las 21 o 21.15 vamos a estar nuevamente en la comodidad de nuestro hogar, a punto de saborear la milanesa con papas, mientras en la tele el noticiero nos abomba.

Salir a la calle, vagar, atorrantear, no para recibirse de nada. Ni siquiera para aprender. En todo caso, para recordar dos o tres cositas fundamentales, que ya conocíamos pero que el miedo, el mercado, las noticias, las redes u otras ferocidades nos hicieron olvidar.

La tolerancia, entre esas dos o tres cositas. Recordar que en esta calle nos podemos cruzar a un loco vestido de Charles Chaplin y en la otra a un muchacho disfrazado de bancario; a un pibe andando en bicicleta, a una muchacha besando a otra, a un anciano rezongando solo. Desprejuiciados, pero también escépticos.

Todo un ejercicio para ahuyentar algunos fantasmas.

“Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!”. Decía Arlt. Ese sí, maestro.

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