-Ma´, me siento mal…

-¿Qué tenés?

-Me duele la cabeza, me duelen los ojos, estoy medio mareado…

-Yo sé lo que te pasa a vos. Vení. Te dije que la hora de la siesta no es para ir a jugar afuera.

-¿Qué me vas a hacer?

-Callate, que esto no te va a doler.

Yo tendría 9 o 10 años y entre todo lo que había aprendido por cuenta propia había una regla que nunca fallaba. Cuando me decían esto no te va a doler, es porque me iba a doler. Ahora, si me decían esto casi no te va a doler, era porque en un par de minutos iba a estar llorando del dolor. O desmayado.

Ejemplo para el primero de los casos: el mertiolate en la lastimadura. Ejemplo para el segundo caso: una inyección.

Mi vieja me sentó derechito en una silla, me puso un toallón en la cabeza y me repitió no una sino dos veces que me quedara quietito. “Me decapita”, pensé (aunque en realidad no recuerdo si fue esa la palabra que usé; me inclino más por un “me corta la cabeza con la cuchilla de picar cebolla…”).

-¿Qué pasa, ma…?

-Quietito y callado…

Me apoyó algo en la cabeza, bien arriba, como en la terraza y arriba de eso puso la mano.

De repente, mi hermana abrió la puerta de la cocina. Me miró con un par de segundos con gesto extraño y luego volvió a la mueca de siempre, cuya traducción era más o menos la siguiente: “y ahora qué le pasa a este tarado…”.

-Este chico está insolado-, le dijo mi mamá.

-¿Insolado?-, le pregunté y me respondió mi hermana: “Sí, estuviste jugando toda la tarde en el potrero al rayo del sol y seguro que ahora te duele la cabeza y te vas a largar a llorar, porque sos bastante idiota…¿Qué es eso que le pusiste en la cabeza, mamá?

-Un vaso con agua.

-¿Para qué?

-Para quitarle la insolación.

-¡Ay, mamá! Mirá que lo vas a curar con eso…

-¿Ah, no? Fijate cómo hace burbujas el agua. Está hirviendo casi.

-Mamá, no podés ser así… Hace burbujas porque el toallón está absorbiendo el agua.

-Callate, vos vas a saber más que yo.

-Callate, mirá que vos vas a saber más que mamá. Además, no me iba a largar a llorar-, me envalentoné.

-Ma´ sí. Sigan haciendo estupideces. Me dan vergüenza, los dos…

Si algo tenía mi hermana, además de la adolescencia temprana y el carácter pedregoso, era el sentido de la oportunidad. Timming. En otra circunstancia, mi mamá la hubiera corrido y le hubiera tirado el pelo, por su falta de respeto (“a mí no me va a contestar así, mocosa…”). Pero mi vieja estaba en plena ceremonia curativa; si largaba el vaso, se caía o tal vez peor: ante la falta de presión, el agua iba a salir sin obstáculos hasta empapar el toallón. Y chau mística.

-Ya te voy a agarrar a vos…-, le dijo casi sin convicción, mientras mi hermana daba un portazo.

-Me parece que ella tiene razón, ma. El agua se debe estar escapando y por eso hace burbujas-, algo que jamás hubiera dicho en presencia de mi hermana.

-Otro que se las sabe todas… Mirá si yo le iba a contestar así a tu abuela.

Al cabo de un rato, me dijo ´yastá´, me sacó el toallón y me peinó, aprovechando que tenía el pelo mojado.

-Decime cómo te sentís.

Y yo no supe cómo me sentía, pero sí cómo me quería sentir:

-Bien, ma. Mucho mejor. Increíble esto del vaso, ¿no?

-No, claro, porque tu mamá no sabe nada de nada. Andá y mañana no te quiero ver salir a la hora de la siesta.

Me acordé de esta situación hace un par de días, cuando se me dio por salir a la hora de la siesta a hacer un trámite que bien podría haber hecho más tarde, más temprano o al día siguiente. Encima, caminando. Llegué a casa hecho una bola de fuego. Me senté, tomé una botella de agua y me sentí con dolor de cabeza, de ojos y mareado. Pensé en un momento ir a buscar un toallón y un vaso. Me acordé de mi hermana. Y de mi mamá.

-No. No va a funcionar-, me dije y tomé una aspirina.

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