Una tarde como la de hoy de 1532 en las altas tierras de Cajamarca caía el Imperio Inca en manos de los colonizadores españoles.

En ese lugar habían quedado en encontrarse un par de cientos de europeos al mando de Francisco Pizarro con unos cuantos miles de indios, liderados por Atahualpa.

De parte de los invasores -inferiores en número pero superiores en armamento y codicia- la trampa estaba urdida.

Cuando llegaron Atahualpa y su gente, salieron a su encuentro Pizarro y el fray Vicente. Es el cura -cruz en una mano y libro de oraciones en otra- el que tomó la palabra y se presentó ante el inca como mensajero del Papa, amigo de Dios y del rey.

Hecha su presentación, palabras más, palabras menos, le pidió al jefe inca que adorase la cruz, que creyese en el Evangelio y que se sometiera al rey de España.

El lenguaraz Martinillo tradujo más o menos como pudo. Atahualpa no daba crédito a lo que estaba escuchando. Creyendo que no había entendido bien, le pidió al traductor que le repreguntara al cura quién le había dado semejante orden.

-¿Quién se lo dijo?

-El Evangelio, afirmó fraile.

Y con el sentido común que suelen tener los desprevenidos, Atahualpa le pidió que le entregue ese libro que hablaba, así se él mismo podía escucharlo.

Atahualpa comenzó a hojear las páginas. Incluso se llevó el libro a los oídos. Ante tamaño silencio de parte del Evangelio se lo revoleó y le dijo "a mí no me dice nada…".

Era el momento que estaba esperando el fray Vicente para dar la orden: “¡estos indios están contra nuestra fe!".

Y don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro también dieron sus voces: "¡Salgan, caballeros, contra estos infieles que son contra nuestra cristiandad y nuestro emperador y rey, demos en ellos!".

Media hora duró la batalla. En ese lapso murieron tantos indios que no se los pudo contar; de parte de los españoles hubo una sola baja: un esclavo negro.

Comenzaba a caer la noche sobre Cajamarca. Y comenzaba a caer también el imperio más grande de la América libre.

Apenas bastó una excusa, una confusión urdida de antemano, para conseguir el fin.

Meses más tarde, se montó un juicio en contra de Atahualpa en el que los jueces fueron Pizarro y Almagro. El jefe inca fue condenado a morir en la hoguera. La noche de su ejecución, el cura Vicente le propuso un pacto: si se convertía al cristianismo no iba morir quemado sino a garrotazos, que es mucho más misericordioso. Atahualpa aceptó y ahí mismo fue bautizado. El hombre que había nacido hijo del sol, moría con el simple nombre de Juan.

Aquel libro siguió sin hablarles a los nativos durante los siglos siguientes. Y alguien usufructuó de ese silencio para seguir justificando atropellos y muertes.

Hace algunos años, comunidades aborígenes andinas le devolvieron a la Iglesia aquel Evangelio entregado hace cinco siglos.

"Seguimos sin entender lo que nos quiere decir. Pero ya ha sido suficiente", explicaron.

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