El 30 de septiembre de 1989 llegaban al país los restos de Juan Manuel de Rosas. Habían pasado 137 años de su exilio en Inglaterra.

La idea había surgido en la segunda mitad del siglo pasado, con los inicios del revisionismo histórico. Una comisión creada a tal efecto hacia 1950 le pidió a Perón que se pusiera al frente de la tarea. La llamada Revolución Libertadora truncó ese y otros planes. Del tema no se volvió a hablar hasta el tercer gobierno peronista. Y una vez más, otra dictadura se interpuso.

Fue el presidente Carlos Menem el que retomó la idea, con el objetivo de “unir a los argentinos” (algunos días más tarde, y en esa particular concepción de la unión y pacificación nacional, dictó el indulto para los militares del Proceso que habían sido condenados).

Aquel 30 de septiembre y el día posterior, una multitud se movilizó primero en Rosario y luego en Buenos Aires para recibir los restos del hombre tal vez más controversial del siglo XIX. El féretro fue depositado en el cementerio de la Recoleta, donde también están los de quienes fueron sus principales adversarios.

137 años antes, el 3 de febrero de 1852, cerca de las cinco de la tarde Juan Manuel de Rosas sabía que su suerte estaba echada.

Con su mano derecha herida de un balazo y con letra trabajosa, redactaba su renuncia. Horas más tarde habría de partir hacia su exilio de granjero en Southampton, donde murió 25 años más tarde. La historia, en tanto, habría de exiliarlo un siglo más.

Ese 3 de febrero el "Ejército Grande", al mando de Justo José de Urquiza -una rejunte de gauchos federales del litoral, brasileños, unitarios, uruguayos y algunos alemanes- se impuso a los hombres de Rosas en la batalla de Caseros.

Entre las huestes de Urquiza había dos personajes que años más tarde se convertirían en presidentes de la República: Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, justamente, dos de los que comparten la última morada junto al Brigadier General.

Más que de soldado, Sarmiento oficiaba de escriba del ejército. No obstante lo cual, lucía orgulloso un estrambótico uniforme de las milicias francesas.

Aquella jornada se enfrentaban lo que la historia oficial calificó como el totalitarismo contra la civilización. Y a riesgo de no caer en confusiones, hay que decir que el triunfo fue para los de Urquiza.

Porque lo que sobrevino inmediatamente a aquella victoria de "la libertad" mal podría calificarse como civilización. Durante las semanas siguientes a la batalla, las calles de Buenos Aires se convirtieron en una exhibición de cadáveres. Los hubo de todas las modalidades: desde los colgados en las arboledas que conducían a Palermo, hasta los fusilados que quedaron durante días en condición de insepultos tirados en las aceras.

Algo comenzaba a oler mal en la Reina del Plata. Solamente el 4 de febrero los "informes oficiales" reflejan que hubo 600 fusilados.

Hubo casos paradigmáticos, como el del médico y poeta Claudio Mamerto Cuenca, quien fue asesinado por uno de los generales de Urquiza mientras atendía a los heridos del ejército federal. Martín Santa Coloma fue degollado a poco de caer prisionero al igual que el coronel Martiniano Chilavert, sobre cuyo crimen el "ilustre sanjuanino" dijo haber sentido sumo placer.

Había llegado "la aurora de la libertad y la civilización", como habría de escribir días más tarde Valentín Alsina, en su editorial del periódico El Comercio del Plata. O como prometió el propio Urquiza ni bien asumida la derrota por parte de Rosas: "acá no hay ni vencedores ni vencidos". Frase que repitió el general Agustín Lonardi en el siglo siguiente, con la misma lejanía de realidad.

Lo cierto es que ni Lonardi ni Urquiza ni su inexplicable retirada en la batalla de Pavón ni la puesta en escena de Carlos Menem cumplieron con el ansiado objetivo de la unión nacional.

Ante tanto intento fallido surgen, al menos, dos especulaciones: habrá que seguir esperando a un intento en serio. O habrá que convencerse que tal cosa es imposible.

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