Vencido

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No sé bien por qué razón supe que ese hombre que estaba sentado un par de mesas más allá de la mía estaba pasando un mal momento.
Hay varias maneras de tomar un café en soledad; todas llevan consigo una señal de disfrute. Leer el diario o un libro, juguetear con el celular, trabajar en la notebook o simplemente pensar o contemplar por la vidriera. Se puede estar muy apurado o muy aburrido, pero darse el tiempo para tomar un café solo supone un permiso, un darse un gusto, un tomarse una pausa con aroma a exprés.
Aquel hombre ubicado a no más de tres metros de donde yo estaba no hacía nada. No había paz en esa pasividad, ni siquiera tedio o fastidio. Era como si una parte de su ser -o tal vez todo su ser- estuviese en otro lado, sufriendo. Y él ahí, sentado tomando un café sin poder hacer nada. Sin querer o sin saber hacer nada.
La única señal de que estaba vivo la dio con el primer sorbo; un gesto contrariado de haberse quemado la lengua. Luego apoyó el pocillo sobre el plato y aguardó paciente a que el tiempo hiciera lo suyo. Quince o veinte minutos después lo bebió de un solo sorbo, helado.
Un par de segundos más tarde, su mirada se enfocó en la mujer que cruzaba la puerta del bar. Se acomodó un mechón de pelo que durante todo ese tiempo había dormido sobre su frente. Amagó a pararse para darle un beso cuando ella estuvo junto a la mesa. Amagó o fue víctima del amago de ella; quedó a mitad de camino, con el mechón nuevamente vencido sobre su ceja izquierda.
No sé bien por qué razón supe que ella era el motivo del mal momento. Era extrañamente bella; una belleza de ajenidad. Un rostro con gesto de cordialidad incluido, como el de una publicidad gráfica de una compañía de seguros en la que se ve en un segundo plano a una mujer sentada a un escritorio, hablando por teléfono y sonriendo. Ese era su gesto: de sonrisa para el segundo plano de una foto.
Sonrisa de decir "nada, gracias", cuando se acercó la camarera para saber si iba a tomar algo.
No debe ser difícil enamorarse de esa mujer extrañamente bella. Lo difícil, supongo, debe venir después. Y el hombre del mechón vencido estaba en pleno después. O en las postrimerías del después. No sé por qué extraña razón lo supe.
El hablo durante diez minutos seguidos, con un énfasis que debía estar dado en el significado de las palabras pero no en su tono. Habló de manera monocorde. Un monólogo monocorde que fue seguido con mirada ausente y sonrisa cordial por la mujer de fotografía de segundo plano.
Luego, un largo silencio, interrumpido por el ruido de las patas de la silla arrastrándose hacia atrás. El hombre dejó unos billetes debajo del pocillo, se acomodó infructuosamente el mechón y le interrumpió la sonrisa de compañía de seguros con un beso suave y repentino. Se paró y se fue.
Cuando pasó frente a la vidriera nuestras miradas se cruzaron: además del barbijo puesto, en su mirada llevaba el rostro de un hombre que venía de pasar un mal momento pero se encaminaba a recuperar su ser o la parte de él que había quedado en otro lado. No sé por qué extraña razón ambos lo supimos.
La mujer de ajena belleza permaneció todavía algunos minutos sentada, con su sonrisa sin teléfono ni interlocutor.
Yo también apuré el último sorbo helado y me fui. No quise estar ahí para la primavera.
El deshielo va a ser arrasador.