Hay días en que me dejo llevar por esa mala costumbre que arrastro desde chico de comparar a las personas con animalitos. Y el diminutivo aquí lo utilizo no para librarme de la manía odiosa de la que me avergüenzo y que trato de no confesársela a nadie porque me van a creer mala persona y además me van a preguntar ´a ver, ¿yo qué te parezco: una foca?´.

Digo animalitos porque no imagino animales en el sentido estricto de la palabra. Más bien son caricaturas de animales, dibujitos animados de animales. Los backyardigans.

Pero la mayoría no están transformados del todo: están en pleno proceso de transformación. Algunos van camino a ser elefantitos; otros, rinocerontitos, canguritos, y así.

Por lo general siento algo parecido a la ternura. Pero no por ello me voy a engañar: por más tierno que suene, lo que hago no está bien.

Quizás debería consultarlo con mi psicóloga:

-Olvidate de lo que te vine contando hasta ahora. Hoy quería decirte que veo gente con forma de animalitos.

-¿Y vos cómo te ves?

-A veces como un superpollo. Como si me hubiera criado al lado de una planta radiactiva y salí así, medio deformado: tengo piernas muy finitas y de ahí para arriba, soy otro. Un pollo doble pechuga, al que le metieron anabólicos para que rinda más en el peso.

-¿Siempre tuviste esas visiones?

-Creo que sí. A lado de una de mis casas de infancia había un kiosco, un local chiquito, extremadamente pulcro, con vitrinas y exhibidores de vidrio inmaculado. Lo atendían dos hermanas: una hacía el turno mañana y la otra iba de tarde. Ambas no desentonaban con el local: prolijitas, castas, antisépticas. A tal punto, que se ponían un delantal tipo chaqueta para atender. Rosa, el delantal y cada cual tenía el suyo, porque una era gordita y la otra no.

La gordita, dentro de su lejanía (porque hay personas que interponen distancias con el prójimo y hay personas que construyen lejanías) parecía humana, porque se permitía de tanto en tanto una sonrisa. Creo haberle contabilizado cinco o seis, en mi condición de cliente al cabo de cuatro años. Pero yo la veía como una hipopotamita. Capaz que porque tenía los cachetes muy marcados, como si cada vez que iba justo la agarraba comiendo pan, felipe.

La otra, no. La otra era más lejana todavía. Un ave austral, era. Tenía cierto aspecto de pájaro extraño y frío. No de pajarito, que además de un tamaño reducido sugiere cierta ternura. Esa mujer, que debía tener unos 50 años tenía una estatura normal y los atributos antagónicos a lo tierno. Su condición de ave se la daba su nariz afilada y cierta mirada inquieta, que iba de mis manos a la estantería, de aquí a la calle y de ahí a la caja donde guardaba los billetes. Un pájaro nervioso. Que de un momento a otro me iba a lanzar un picotazo. Lo completaba un color de cabello en la gama del gris violáceo y un peinado vaporosamente artificial. Daba la sensación de que si se lo tocaba, se quebraba. Como de cristales. De plumas congeladas en la gama del rosa y lila.

Nunca una sonrisa. Pero tampoco una cara de reproche; era gélidamente correcta. Como un albatros. Yo jamás le dije a mi mamá que en el kiosco atendían una hipopotamita y un pájaro antártico, porque me hubiera retado.

-¿Le tenías miedo al reto de tu mamá?

-Supongo que sí, claro.

-¿Y ahora?

-No, ahora ya no.

-¿A qué le tenés miedo?

-A que me retes vos.

-¿Por qué habría de retarte?

-No sé… a veces me das la impresión de parecerte a…

-A un qué, a ver ¡A un qué..!

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