Verdades e historias

Tengo una definición de una persona sencilla: aquella que llegado el día de sus cumpleaños, sus conocidos no se complican pensando qué regalarle.
Nada como inventar una definición a medida. Así las cosas, soy una persona sencilla. Mis conocidos saben que con un vino, con un whisky o con un libro me estarán haciendo feliz.
No sé si mi amigo Javier me definirá como alguien sencillo. Pero sabe de mis sencilleces, de manera que siempre me regala libros. No solo eso: se ocupa de indagar en mis gustos literarios. Por tal motivo, y en la desmesura de su cariño, en mi último cumpleaños me regaló no solo uno sino tres libros de Abelardo Castillo.
Me gusta Castillo, claro. A tal punto que creo tener casi todos sus libros. Es decir, dos de los tres que me regaló ya los tenía.
-Andá a lo de Alicia y cambialos-, me dijo, cuando le comenté ese detalle.
A la semana siguiente, cuando entré a Alfa y saqué los dos libros de la mochila, Alicia me sonrió:
-No te había reconocido por el barbijo. Pero cuando vi los libros, supe quién eras… ¿Cómo estás, Marcos?
Hay que ver los insondables laberintos que teje la realidad para confirmar una y otra vez que en Tandil, por alguna razón, nos conocemos todos. Ella supo que era yo por los libros que fui a cambiar.
Lo cierto es que para no andar haciendo un balance de sumas y saldos, le dije a Alicia que ´buscaba por ahí…´ y luego veíamos cómo daban las cuentas. Encontré un libro de Martín Kohan y lo dejé sobre el mostrador. “Todavía te queda bastante a favor…”, me informó. Y tuve la fortuna de encontrar casi de casualidad un libro que hacía rato quería comprar pero por el atolondramiento del momento se me había ido de la lista de prioridades: “Frutos extraños”, de Leila Guerriero. Me pasé en unos cuantos pesitos, pero la inversión valía la pena.
Guerriero hace el periodismo que a mí me gustaría hacer si tuviera, en principio, su talento, su bagaje cultural y su convicción de decir “quiero hacer esto y cueste lo cueste lo voy a hacer…”.
“Frutos extraños” recopila algunas de sus crónicas publicadas en diferentes diarios y revistas a lo largo de casi veinte años. Es decir, material suficiente para acompañarme durante las próximas semanas, ya que últimamente –y últimamente es desde mi juventud- vengo leyendo salteado, desprolijo y variado. Todo al mismo tiempo.
Ayer leí una de sus crónicas, titulada “La leyenda de Facundo Cabral”, publicada en 2008 en la revista Sábado, del diario El Mercurio, de Chile. Deliciosamente escrita.
Mientras comenzaba a leer me pregunté si en caso de no ser de Tandil me ocurriría con Facundo Cabral lo que me sucede con otros artistas que de alguna manera me son cercanos. Es decir, dudar si siguen vivos. Me respondí que no, obvio: las trágicas circunstancias de su muerte no permiten ese tipo de dudas.
Pero también me dije –abstrayéndome de ese final absurdo, inentendible y sangriento- que Cabral es uno de esos seres que entran a nuestras vidas, luego se van, al tiempo vuelven y así… Razones por las cuales, sin pensarlo, uno está esperando que vuelvan a aparecer de un momento a otro. Sin esperarlos.
Me pasa también con Facundo Cabral.
Le hice una nota a principios de los noventa. Se presentaba en lo que era el Cine Alfa –o alguna de sus variantes posteriores- y antes del recital acordamos un reportaje. Así era el periodismo de ciudad chica por aquel entonces: de hacerle una nota al Intendente, a ir a cubrir un choque y de allí a entrevistar a un artista. Luego, sentarse frente a una máquina a escribir las tres cosas.
Llevaba en mente cuatro o cinco preguntas “piolas”. Pero la primera era de rigor –no sé si lo sigue siendo- también en el periodismo de pueblo: “¿Qué se siente volver a su pago…?”. Arrancó, habló 45 minutos y terminó: “Me va a disculpar muchacho, pero ya me tengo que preparar para subir al escenario…”.
Cuando llegué a la Redacción, Fermín Daguzán me preguntó “¿y, qué onda…?”.
-Lo de siempre.
-Ah, ya sé: sus encuentros con Teresa de Calcuta, con la viuda de Pancho Villa, Krishnamurti, Eva Perón, el príncipe Rainiero…-, me respondió, con esa particular manera que a veces tienen los periodistas de desacralizar al más pintado –por más que estemos hablando de Jesús, Mahoma o Messi-, de desdramatizar lo dramático y de descreer de casi todo.
Dábamos por entendido –por más que al otro día el reportaje salió como debía salir- que Facundo era un “bolacero de aquellos…”.
Y quizás lo fuera, por qué no.
En un mundo donde la verdad es, en el mejor de los casos, esquiva y fugaz y –en todos los casos- está sujeta a discusión, cada quien está a la altura de las historias que vivió, que creyó haber vivido o que debió vivir. O que simple o maravillosamente, inventó.
A casi treinta años de aquella nota –que fue la última que le hice-, creo que Facundo Cabral estaba a la altura de sus historias.
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