Hotel Tandil
El hallazgo de una mujer ahorcada en una de las habitaciones, y una novela publicada en 2019, llevan al columnista de regreso hasta ese viejo hotel en el cual se hospedó cuando era un niño.

Por Pablo Dal Dosso
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No recuerdo por qué fui con mis padres aquella vez a Buenos Aires. Tampoco recuerdo por qué con nosotros no estaba mi hermano, que por entonces tendría diez u once años, tres más que yo.
Lo que sí recuerdo es que apenas llegados a Buenos Aires nos subimos al asiento trasero de un taxi y, en un momento dado, con un tono de voz muy circunspecto, mirando por la ventanilla y señalando con el dedo hacia un costado, mi padre dijo: "Mirá... el Sheraton, Negra...".
Por algún motivo, esa frase quedó en la parte cómica de la biografía familiar, y cada tanto "Mirá... el Sheraton, Negra" se repetía en casa, teniendo la frase la enorme capacidad de hacernos reír a carcajadas, salvo las de mi padre, que no existían, y que lo llevaba a sacudir la cabeza resignado y decir cosas como: "¡Bueno. ché!... ¿Siguen con eso?".
Hoy, tantos años después, me animo a considerar que lo que le causaba tanta gracia a mi madre es que nosotros no íbamos al Sheraton. Para nada. Sino a un hotel que, incluso siendo yo tan chico y sin haber pasado casi nunca por un hospedaje, me di cuenta enseguida de que algo no andaba bien con ese lugar. De hecho, aún tengo la imagen de una habitación demasiado oscura, con camas viejas y hasta me parece recordar ciertas manchas de humedad sobre una pared cubierta con un papel tapiz rayado que parecía desgarrado en algunos rincones. También recuerdo una ventana que prometía una vista muy bella de Buenos Aires, con una persiana de metal oxidada que no se abría completamente.
Así, evocando esas imágenes tan lejanas, ahora entiendo por qué no recuerdo muchas cosas más de ese hotel: simplemente porque mis padres tomaron la sabia decisión de estar lo menos posible en aquel lugar.
Como sea, esas huidas del viejo edificio estaban por demás justificadas ya que paseábamos por Buenos Aires. Y uno de los sitios a los que me llevaron fue La Boca, donde ellos visitaron a Don Quinquela Martín y su museo. Así que también recuerdo la emoción que tenían cuando apareció el viejo pintor, con quien charlaron largo rato mientras yo chusmeaba por ahí.
Y otra imagen que nunca olvidé fue cuando fuimos a Plaza de Mayo porque ellos me querían mostrar los edificios del Cabildo, la Casa Rosada, la Catedral y todos esos íconos históricos que hay por ahí. Pero primero, la Pirámide. Así que estábamos parados ahí, mirando el monumento, demasiados solos, hasta que apareció un soldado muy amable, solo para decirnos que estaba prohibido detenerse en ese sitio, lo cual ahora, haciendo algunas cuentas muy simples, me lleva a concluir que en esos momentos gobernaba Onganía, el general que había sido líder de los azules en el golpe del 55 y llegó a presidente luego del golpe contra Illia.
Pero de ese viaje que duró tres o cuatro días, el recuerdo más perdurable siempre fue el que hace foco en el nombre de ese extraño hospedaje. Se llamaba Hotel Tandil, y por algún motivo, seguramente ligado a mi mente infantil, a pesar de todo lo descripto, ese nombre hizo que sintiera cierta simpatía por él, como si se tratara de una especie de embajada de nuestra pequeña aldea serrana.
Por supuesto, pasaron las décadas y nunca más volví a escuchar de ese lugar. Hasta que hace un par de años me encontré con el titular de un diario que decía: "Fueron a un hotel por un incendio y hallaron a una mujer ahorcada". Por supuesto, se trataba del mismo viejo hotel de mi infancia, que ahora sé que está ubicado en la Avenida de Mayo, y que es un hotel de última categoría, en donde incluso han ocurrido crímenes.
Hotel Tandil también es el nombre de la primera novela del cineasta y crítico de cine chileno, Andrés Nazarala, que fue publicada en 2019 y que, según analiza su colega Claudia Carreño, es la narración de un atribulado cinéfilo con ínfulas de cineasta, el cual, atormentado ante la precariedad de su situación económica y sus ganas de hacer cine, detiene el ritmo de su cotidiano en una especie de paréntesis, refugiándose en una habitación de este hotel para entregarse de lleno a divagar sobre sí mismo y sobre las formas amateur de hacer cine, y también a seguir a directores de cine B a quienes idolatra, quizá en busca de pistas para salir a flote de su crisis, de su autoexilio.
"Evocar ese pasado no estaba en mis planes iniciales –señala el mismo Nazarala sobre su obra–. Mi idea, ya viviendo en Argentina, era escribir un libro sobre cineastas olvidados que descansan en los sótanos del streaming. Pensaba en abordar sus historias, más que analizar sus obras, porque todas parecían marcadas por la tragedia. No pretendía ser un Marcel Schwob a la caza de “vidas imaginarias” ni menos un Kenneth Anger gozoso de crear un catastro monumental de calamidades. Lo que pretendía era entender el vínculo entre el fracaso artístico y la derrota personal, aplicada a cineastas como Donald Cammell, quien se suicidó por los conflictos con sus productores; Ron Rice, muerto en México a los 29 años de edad tras escapar con el dinero para su última película o Timothy Carey, responsable del largometraje más menospreciado de la historia del cine: The World’s Greatest Sinner".
Y el autor chileno agrega algo más: "Así nació la idea de que el libro fuese el cuaderno de apuntes de un inventado realizador independiente chileno que, luego de abandonar a su mujer y a su hijo en Santiago, se instala en un hotel de Buenos Aires para aclarar sus ideas, planear cómo hacer su próxima película y viajar a Ituzaingó en busca de consejos de su amigo Perrone. En ese viaje mental recuerda a otros artistas malogrados que funcionan como aliados de descalabro o, si se quiere, compañeros de habitación. El hotel no podría ser otro que el Tandil, en Avenida de Mayo, refugio vacacional al alcance de mi precaria billetera adolescente durante esos salvajes años 90. Un edificio imponente, con balcones amplios y un ascensor majestuoso", describe él, permitiéndome observar que tres décadas después el viejo hotel se había aggiornado con cierta melancólica elegancia.
Y también rescata lo que ese escenario gatilló en su obra. "Convocar a la ficción abrió posibilidades creativas. Transformarme en un personaje permitió que se inmiscuyeran, sin pudor, los espectros de mi juventud y los de una ciudad idealizada que, en algún momento de mi nueva vida, se enfrentó inevitablemente a la real. Hotel Tandil dejó de ser un libro exclusivamente de cine para convertirse en una obra sobre trenes, gente muerta, tecnologías obsoletas, recuerdos borrosos, ciudades, juventudes perdidas, perdedores sin legado, aprendizajes".
Como sea, el Hotel Tandil tiene algo especial que hace que, de un modo u otro, todos lo recuerden, y en algunos casos hasta con un guiño de simpatía.
Tal como pensaba a fines de los ´60, aquel niño que hoy ni siquiera recuerda que hacía ahí.