La nieta

Me crucé en la vida con Elena poco tiempo después de mudarnos a la casa del Calvario. Vino a presentarse y a conocer a nuestro primer hijo, un bebé de meses. Siempre digo que las situaciones relacionadas a la crianza de los niños invariablemente tienen una solución, y ella, junto a su marido fueron dos ángeles que el cielo me envió ya que me ayudaron a criar a mis dos chicos en un clima amoroso, de abuelazgo total.
Pero continúo: se presentó, conoció al bebé y me contó pasajes de su vida: había nacido en un pueblito del que nunca había escuchado y vivido prácticamente toda su vida en el campo. Había ordeñado vacas, hecho quinta, se había enamorado y con ese primer novio se casó, había cuidado sus cinco hijos. Y continuaba prendada de su marido Angel.
Como yo no conocía a nadie en el barrio y estaba en un impase con mi profesión, era una visita bienvenida llena de anécdotas y sobre todo de historias personales superadoras. Con los días el bebé se acostumbró a su presencia y le tiraba sus regordetes bracitos. Al principio quizás le tuve celos, pero luego el hecho de que siempre estuviera dispuesta a acunarlo hasta que se durmiera me dio tranquilidad.
Entre su interminable anecdotario me enteré que en una oportunidad –cuando era joven- el médico le había dicho que ya no podría caminar. Y volvió a caminar. Que no podría tener más hijos. Y los tuvo. Que en verano, allá en el campo, iban hasta la tranquera ella -con muletas que luego revoleó por el aire- y los chicos a recibir al marido que venía a caballo de otro campo y todo era una fiesta. Una vez llegó a decirme que mis hijos le habían devuelto, a ella y a su esposo, la alegría de vivir. ¡Lo tomé como una frase más que ahora entiendo! Vivíamos casa de por medio. Al fondo de un interminable pasillo ellos, donde tenían sus árboles frutales y la huerta y la estrella del espacio ¡El cerezo! Y su mimoso, Facundo, un gato blanco que supo hacer migas con el que teníamos entonces. Pero de eso no quiero hablar.
Elena, cuando retomé mi profesión, se hizo cargo de los chicos en mis horas de trabajo. Y no sólo los cuidó sino que hizo que mi marido tuviera al mediodía los almuerzos más ricos desde la época en que vivía con su mamá. Los nenes adoraban sus “tortitas”, una masa frita y con poca azúcar… nunca lo entendí. Cuando el cerezo daba sus mejores frutos, el nono Angel se aparecía con una olla llena de las cerezas más ricas que he comido en mi vida. Y como los nenes a veces se quedaban en su casa, les fabricó un corralito, juguetes de madera y algunos chiches comprados en el remate ¡Le fascinaban los remates al nono! Con el tiempo él se encargó de ir a buscar al mayor al jardín, mientras Elena cocinaba y entretenía al menor, mucho más vago y travieso. Jamás se quejó de ellos. Siempre se portaban más que “de diez”. De día, de tarde o de noche, siempre estaba dispuesta a cuidarlos. ¡Recién ahora la entiendo!
Y así fueron pasando los años, los chicos crecieron teniendo a su adorable abuela Trinidad en Villa Laza y a los nonos del corazón Elena y Angel, casa por medio.
Claro que existieron tiempos muy felices y también borrascosos, pero ella nunca me abandonó, me escuchó y me dio sugerencias no consejos que “no sirven para nada”, decía.
Cumplía años el 1 de mayo. Y en su casa se hacían unos festejos con toda la parentela venida de distintas ciudades vecinas y después de comer los chicos jugaban en la vereda, los míos y los nietos de Elena y Angel. Lo mismo sucedía para el cumpleaños de él, el 14 de febrero, Día de los enamorados que festejaban con un asado de los de antes.
Y Angel un día enfermó. Era un hombre duro y aguerrido que había sobrevivido a increíbles situaciones, pero no a esta, enfermó, muriendo justamente un 1 de mayo, el día del cumpleaños de su mujer.
Pero ella lo superó.
Contaba con sus nietos que la querían mucho, sus hijos, sus nietos, todos los vecinos incluidos nosotros. No quedaría sola. Pasó su duelo como pudo y un buen día volvió a calzarse los zapatos de tacones a los que estaba acostumbrada, se volvió a pintar los labios y a ir a la peluquería los sábados. En esa época ya tenía noventa años.
Ella lo superó.
Cierto día la vinieron a buscar. Uno de sus hijos estaba internado en el hospital de una ciudad vecina y requería su presencia. Y hasta allá fue. Estuvo con él hasta que falleció. Recuerdo haberla visto unos días después y pensar “cómo puede estar en pie…”. Había aparecido en casa, me contó todo, lloró un rato y los chicos que ya habían llegado del colegio la hicieron sonreír. Había muerto un hijo, el dolor la corroía “no es natural que un hijo parta primero que los padres”, dijo. Se fue a su casa. Volvió unos días después con sus tacones y la boca pintada.
Ella lo superó.
Recibí las noticias en tu email
Accedé a las últimas noticias desde tu emailPara su siguiente cumpleaños invitó a sus más íntimos, le llevé una planta y tomamos té. Nada más. No quiso que le cantáramos el feliz cumpleaños. La notamos muy triste, entonces nos contó: su nieta mayor había enfermado de cáncer, una chica joven, sana, hermosa, divertida. Su nieta mayor.
Sus visitas dejaron de ser tan frecuentes en casa por lo que decidí que era yo la que debía ir a apoyarla. Un día la encontré tejiendo con ganchillo un gorrito bordó con una flor rosa. Me dijo entre lágrimas: “Este gorrito, le va a ayudar a que no tenga frío este invierno, porque quedó pelada de la quimio. Este gorrito de la abuela la va a salvar”. Yo, para sacarla de esa triste situación le pedí que me tejiera uno para mí –todavía lo conservo-, en ese momento tenía cerca de 95 años. Pero a pesar de la medicina, los ruegos y los deseos anhelantes de una abuela, la nieta murió.
Una tarde, después de la siesta, no se sintió muy bien. Estaba sentada en la cama, llamó a uno de sus hijos que estaba viviendo con ella. Se apoyó en su hombro, suspiró y murió.
Pudo soportar la muerte de su marido.
Puedo soportar la muerte de un hijo.
No pudo soportar la muerte de su nieta.