Por Daniel Xodo

(Felipe II, rey de España, 1527-1598)

La mirada altiva que nos dirige Felipe II desde su célebre retrato (pintado por Sofonisba Anguissola, aristócrata italiana y artista del Renacimiento, huésped en su corte) es, quizá, la expresión del carácter de un rey cuya compleja personalidad es aun motivo de análisis y disputa.

Hijo de Carlos I (Carlos V del Sacro Imperio Romano-Germánico), su reinado está signado por hechos trascendentes en la historia del mundo. La batalla de Lepanto, dentro de la Liga Santa que frenó el avance de los turcos y también el fracaso de la Gran Armada, que consolida el protestantismo en Inglaterra.

Hereda un imperio enorme que organiza administrativa y jurídicamente con eficacia y convierte a España en la primera potencia de Europa, pero sufre enormes problemas económicos que derivan en sucesivas quiebras y suspensión de pagos.

Felipe II se consideró a sí mismo sucesor del rey Salomón. La construcción del maravilloso Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, hoy lugar de entierro de la corona española, es fiel reflejo de su cosmovisión. Seis estatuas de monarcas judíos presiden la entrada a la basílica que alberga innumerable cantidad de reliquias cristianas, obras de arte de los más importantes artistas de la época y una biblioteca que contenía gran cantidad de libros de ciencia, astrología y esoterismo.

Muy interesado en la magia, muestra, en contradicción, una profunda fe católica y hace abrir, ya postrado y poco antes de su muerte, una ventana que le permita asistir a misa desde su lecho.

Aun siendo considerado casto en su vida privada, contrajo matrimonio cuatro veces, siempre por intereses de Estado pero mantuvo también una vida amorosa agitada.

Toma siempre sus decisiones buscando el mayor consenso, pero una vez resuelta la misma jamás retrocede, lo que probablemente fue causa de ser tildado de despótico.

En cierta oportunidad, nobles, hidalgos y funcionarios de la corte le presentan una queja referida al tratamiento de las personas. Señalan que hay muchos que sin el rango ni actuación apropiadas y demostradas se hacen llamar “Don” o “Doña”. Este tratamiento era asignado por el rey y había sido establecido para personas notables, en especial durante la colonización americana.

Los querellantes pedían que fuesen multados o castigados de alguna manera.

Felipe II, que había renunciado a ser llamado Majestad y merecido el apodo de “El Rey Prudente”, estableció su sentencia final en el asunto: “Esto es irremediable y así me parece dexallo, y que cada uno tome de la vanidad lo que quisiere”.

Es posible que la profunda fe católica le hubiese remitido a conceptos bíblicos que refieren a la inutilidad de la vanidad. Una reflexión similar haría siglos después Honoré de Balzac: "Hay que dejar la vanidad a quienes no tienen otra cosa que exhibir".

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“Que cada uno tome de su vanidad lo que quisiere”