3CV
Aprender a manejar en un Citroen puede dejar varias enseñanzas. No tanto en lo que a manejo de automóviles se refiere, ya que para conducir otro auto hay que aprender de nuevo, sino en cuestiones más vinculadas a cómo andar por la vida, más que por la calle.
Al menos así lo entendí algunos años más tarde de aquellas lecciones que me impartió mi viejo en su reluciente 3CV modelo 70.
Lo había comprado casi cero kilómetro y era color tiza. Yo lo conocí al verano siguiente, cuando llegué a Mar del Plata a pasar las vacaciones como hacía todos los años, desde que se separó de mi vieja.
No fue buena la primera impresión. Por entonces, el Falcon seguía siendo el clásico argentino. Comenzaban a salir los Fiat 128 y 125 y, creo, los primeros R-12.
La cara de orgullo de mi viejo cuando me lo mostró no se correspondía, a mi entender, con ese vehículo casi de juguete, mitad auto y mitad licuadora; altamente vergonzante para mi rabiosa pubertad.
Había improvisado un tinglado en el patio, donde el Citroen dormía a resguardo de las heladas que le imposibilitaban arrancar o de los solazos que impedían sentarse dentro a riesgo de soportar temperaturas medidas en grados Fahrenheit.
-Es 3CV, me repitió varias veces mi papá, tratando de que yo pudiera apreciar la abismal diferencia con su antecesor, el 2CV, ?un auténtico cacharro?, según su propia definición.
Algunos días más tarde me mostraría uno por la calle.
-Ves, aquel es un 2CV, me dijo, con marcado tono de superioridad.
-Ahá, son iguales, le respondí de puras ganas de pelearlo.
-Qué te voy a decir a vos, si no entendés nada. Y siguió manejando, contento.
Fue al verano siguiente cuando comencé a tomarle no digo cariño pero al menos simpatía al Citroen de mi viejo. Me había ido a esperar a la Terminal. Como siempre, yo llegaba en El Rápido de la hora de la siesta. Lo noté más viejo, parado en la plataforma con las manos en los bolsillos. Ese año no había venido a Tandil a verme. Cuestiones de trabajo, algún contratiempo, una enfermedad.
Desde arriba del micro se me hizo que hacía más de un año que no lo veía.
Hay una edad en que los hombres comienzan a decrepitar. Hasta entonces, se mantienen imperturbables al paso del tiempo. Tal vez algunas canas a la altura de la sien, una arruga al costado de los ojos. Pero nada más. Sin embargo, hay una fecha (imprecisa o prevista ya vaya saber desde cuándo) en que los años se vienen encima, de golpe, impiadosos. A partir de allí, los cambios son perceptibles, casi cotidianos.
Ese año, claramente, mi papá había comenzado a envejecer.
El Citroen no. Estacionado al sol sobre calle Gascón, con su capota negra y brillante, seguía pareciendo un juguete recién comprado. Pero un juguete de verdad.
-¿Todavía anda esta batata?, le pregunté, socarrón.
-Mirá -me dijo y lo puso en marcha. Arrancó después de toser dos o tres veces y largar ese olor dulzón a nafta quemada que se colaba al habitáculo por uno de los tantos agujeros que dan al motor.
Si hay algo que tiene Mar del Plata son cunetas. Enormes y profundas y en cantidad. El Citroen remontaba las cuadras y al llegar a las esquinas parecía que iba a desaparecer, a hundirse para siempre. Pero salía, una y otra vez de las cunetas, airoso y rebotando en un movimiento en cámara lenta, acompasado, hacia arriba y hacia abajo. Criqui-criqui, hacía, y enfilaba nuevamente en segunda hasta el desafío de la esquina siguiente.
Los veranos se hacían cada vez más cortos. Ya hacia fines de enero comenzaban a asomar por el horizonte los nubarrones del inicio de clases. Algunos días más tarde, las vidrieras de Los Gallegos (en Luro y San Juan, a dos cuadras de la casa de mi papá) exhibían los guardapolvos 12 de Octubre, odiosamente blancos y planchados, en unos maniquíes de pibes con cara de antiguos.
Ese marzo, cuando me fue a despedir a la Terminal le pedí que me prometiera dos cosas: que viniera a Tandil un fin de semana y que al año siguiente me enseñara a manejar.
-¿Cuántos años tenés vos?, me preguntó haciéndose el contrariado.
-Catorce. Cómo no vas a saber cuántos años tengo.
-Estás loco, todavía te falta para sacar el carné, decime para qué querés aprender a manejar.
Un domingo de invierno tocó timbre en la puerta de casa. Tenía frío y las manos engrasadas. Golpeaba la suela de los zapatos contra la vereda, como para entrar en calor. Estacionado unos metros más adelante, el auto regulaba tranquilo, después de un viaje agitado.
-Por Sierra de los Padres se me cortó el cable del embrague. Una pavada. Lo arreglé en un periquete y seguí viaje. Así y todo, tres horitas le hicimos, una maravilla.
Aquel día descubrí que además del armónico criqui-criqui, el Citroen era un concierto de sonidos. En el empedrado parecía que se iba a desarmar. Hacían ruido las puertas, los asientos, la rueda de auxilio, la palanca de cambios.
-Qué lindo que está Tandil, me decía mi viejo cada vez que venía. Hablaba de la tranquilidad, de las calles limpias, del aire de las sierras, de la cordialidad de la gente, que en Mar del Plata ya se había perdido.
Había hecho la colimba acá, en la Base. Y siempre me contaba la misma anécdota de un correntino haragán y vago que lo único que hacía era tocar la guitarra, aptitud que lo salvaba de los frecuentes castigos en el calabozo. Además, cada vez que me hablaba de su paso por el servicio militar, sacaba la libreta de enrolamiento y me mostraba orgulloso la firma de la autorización de la baja.
-Mirá, leé -me decía y yo ya sabía que era un tal vicecomodoro Marambio.
-Es el de la base de la Antártida. Un tipo bárbaro. Mirá que yo a los milicos no los quiero nada, pero este era de los buenos, jamás hubiera hecho la canallada que están haciendo estos otros.
Era el invierno del 76. Mi viejo me había anticipado un año antes que ?la cosa va a terminar mal?, cuando se sentaba a leer el Clarín del domingo, con la foto de Isabelita en primera plana.
Había sido peronista en el `45. Nunca supe bien por qué ni cuándo dejó de serlo, si es que verdaderamente fue así. Lo único que le reconocía al general fue el acuerdo que hizo con Frondizi.
Para él, aquella fue la época de oro, del `58 al `62. Siempre me hablaba de la oportunidad histórica que perdió el país y que Frondizi (?el último gran estadista que tuvo la Argentina?), nunca renunció. ?Lo sacaron a patadas?.
-Para qué volvió el Viejo, me querés decir -me preguntaba a veces, sin esperar respuesta-. Mirá el despelote que armó. No sólo se murió, lo cual era lógico o se pensaba que iba vivir a hasta los 100 años, sino que además la dejó a la tarada ésta, al Brujo y a esta manga de saltimbanquis que nos están llevando a la ruina. Yo sé cómo va a terminar esto. Ya pasó en el 62, cuando vos naciste? Vas a ver, acordate?.
Ese domingo recorrimos los lugares de siempre: el Parque, la Movediza, el Dique y fuimos a comer a La Tablita.
Me dejó en la puerta de casa, a la hora en que las sombras languidecen. El humo blanco del escape, perduró imperceptible unos segundos cuando el Citroen dobló la esquina.
Cuando entré a casa me fijé la hora, 5.45. Tres horas más tarde lo imaginé entrando por Luro.
Al verano siguiente me fue a esperar a la Terminal, pero a pie. Me preguntó cómo estaba Tandil, me dijo que allá la cosa estaba un poco pesada, que las comisarías estaban atrincheradas, que había milicos por todos lados y que a un tal Roberto (?vos lo tenés que conocer, había trabajado conmigo en la sedería, un muchacho bárbaro pero un poco zurdito?) se lo habían llevado.
Cuando encaró para la fila de taxis le pregunté por el Citroen.
-En casa, no lo saco más. En verano no se puede andar por el centro.
Había empezado a adoptar esas medidas drásticas que toman los tipos que se ponen viejos vaya a saberse después de qué elucubraciones. Había decidido que, a partir de mediados de diciembre se iba a mover en auto hasta el límite de las avenidas Luro e Independencia; cada vez que debía pasar esa frontera lo haría a pie, en taxi o en colectivo.
-Esta ciudad ya es un despelote. Se llena de porteños que están cada día más locos. Mirá que me voy a amargar yo, a esta altura de mi vida?
Encima el tachero le daba la razón y yo pensaba que además de viejo se estaba volviendo loco.
Como todos los 28 de enero me despertó como si fuera un día más. Promediando el desayuno me preguntó -como siempre-: ?¿No es tu cumpleaños hoy? No te compré nada porque sabés que no me gusta ir al centro. Además, me niego a regalarte esa ropa de maricón que estás usando últimamente. Así que tomá, después elegite algo vos. Si no te alcanza avisame.
Y me daba un atadito de billetes envueltos en una goma elástica. Cara con cara y de menor a mayor. Seguramente los preparaba la noche anterior, luego de averiguar cuánto podía costar un jean y una remera y agregarle un diez por ciento.
-Ah y preparate que este sábado vamos a ir a manejar. Desde ahora te lo advierto: si no hacés lo que te digo, se acabó la clase. Pegamos la vuelta y chau. Que te enseñe tu vieja a manejar.
Era una calle del barrio Constitución; larga e inhóspita. Las primeras seis o siete cuadras eran asfaltadas, después una enorme cuneta marcaba el límite donde empezaba la tierra. Unos veinte metros más adelante de ese badén un árbol había crecido en medio de la calle, de manera tal que hacia uno y otro lado, se había formado una suerte de desvío para esquivarlo. La cuneta y el árbol eran las únicas variantes de una recta infinita e insulsa.
Paró el Citroen contra el cordón, se bajó y me hizo bajar a mí. Nos cruzamos a la altura de la trompa del auto y en silencio me entregó las llaves.
Cuando nos sentamos tuve dos sensaciones.
Por primera vez estaba al frente de un volante (grande, frío, durísimo), el tablero del 3CV me parecía un comando de avión. Descubrí botones y palanquitas ridículas que jamás había visto; acomodé el espejo retrovisor. Desde el día que prendí mi primer cigarrillo delante de una chica no me sentía tan importante.
La otra sensación fue más difusa. Ver a mi viejo en el asiento del acompañante, me desorientó por unos segundos. Aquel hombre que asomaba a la vejez había decidido empezar a dejar sus sitios; hasta ese momento, él había manejado. Debió ser fuerte el momento de encontrarse en el lugar donde uno sólo se deja llevar. Lo miré de reojo y creo que también me sentí importante. Espero que él también.
Fue en ese momento -antes de arrancar y poner primera- donde aprendí lo poco que sé de conducir.
Prestá atención a lo que te voy a decir, me dijo, mientras yo seguía mirando extasiado el tablero.
Muchos años más tarde y en varias ocasiones traté de reconstruir aquel monólogo. Recuerdo que habló de la diferencia entre andar y conducirse (?un auto lo lleva cualquiera; manejar es otra cosa?), habló de que no todo el mundo tiene la obligación de saber cuáles son mis intenciones, hay que ser lo más claro posible (?poné la luz de giro, la baliza, hacé señas de luces??); me dijo que si uno no sabe lo que hay detrás, puede llevarse sorpresas desagradables (?de tanto en tanto mirá por el espejo, puede ser que tengas que frenar de golpe??), que el viaje más corto es el que se disfruta (?sentí que vos llevás el auto, mirá por dónde vas, no te anticipes al camino, llevalo paso a paso?), que hay que llevar el mismo ritmo cuesta arriba o cuesta abajo (?si subís una loma en segunda, bajala en segunda?), que las señales que se nos presentan no sirven para andar más seguros (?si respetás las indicaciones, te va a ir bien, no están hechas para complicarte, todo lo contrario?). Y que a pesar de todo esto, nunca se tiene el control de nada (?no sólo te tenés que fijar lo que vos hacés; hay cientos de personas que circulan a tu lado y se te pueden cruzar por delante?).
Aquella primera lección terminó en la tercera pasada, cuando creí que ya había aprendido todo y encaré la cuneta como venía. El Citroen pareció sumergirse y detenerse en el tiempo. Pero estaba tomando envión; de un salto quedó a cuarenta centímetros del árbol. Fue un instante, una ráfaga de segundos, el tronco que se me venía encima, los pies que confundieron acelerador, freno y embrague y la mano de mi viejo tomó el volante y lo movió levemente hacia su lado.
Creo que ese día aprendí lo único que no me había enseñado con palabras: cuando el mundo esté por estallar, mejor que nos encuentre junto a alguien que nos pueda dar una mano.
El camino de regreso fue en silencio; sólo el Citroen se animó a interrumpirlo, de tanto en tanto, con el criqui-criqui a la salida de las cunetas.
Volveríamos dos o tres veces más hasta que me dijo ?ya podés ir solo?. Se bajó del auto, se sentó en el cordón de la vereda y prendió un cigarrillo. Una vez que puse tercera, miré por el espejo y su figura se fue achicando hasta perderse. Pasé la cuneta en segunda, esquivé con solvencia el árbol maldito y seguí algunas cuadras más. Cuando volví seguía sentado y fumando. Paré el auto, me bajé y le entregué las llaves.
-Anda fenómeno el cachivache este, le dije antes de volver a mi lugar de acompañante.
Años más tarde, cuando mi papá decidió dejar de envejecer, nuevamente me sentaría al volante de aquel auto, su única herencia material.
Ya no era casi un cero kilómetro ni parecía un juguete recién comprado, pero conservaba ese olor dulzón de la nafta colándose desde el motor. Miré al asiento del acompañante y por el espejo retrovisor. Estaba solo.
Puse primera y arranqué.
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Más de 142 años escribiendo la historia de TandilEste contenido no está abierto a comentarios