La fatalidad
Pasó lo que todos imaginábamos que un día podía suceder.
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Ocurrió en Olavarría, pero pudo haber sido antes -o después- en Tandil, o en otra ciudad.
En todas partes el lleno fue -y hubiese sido- parecido. Y el acceso, incontrolable.
Si tantos accedieron gratis al recital fue porque nadie pudo pararlos. El negocio está en cortar tickets y no en franquear la entrada.
Distinto (y gravísimo e injustificable) será si se comprueba que vendieron más entradas que las permitidas, por supuesto.
Ahora la culpa recae en el intendente de Olavarría, que permitió el show, en los hermanos Peuscovich que lo organizaron, en el propio Indio…
Pero todos hablamos con el hecho consumado.
No es ésta una defensa de nadie ni una justificación de lo que pasó (y que nunca debería haber sucedido).
Sin embargo, accidentes hubo, hay y habrá. Y más, cuando las condiciones los propician.
La fatalidad existe.
Ninguno de los que participó del pogo tuvo intención de matar a nadie.
Tampoco el intendente, ni los organizadores, ni el cantante soñaban con ese final de fiesta.
A la vista de lo sucedido, que haya habido solo 2 víctimas entre más de 300 mil personas, es un milagro.
Por eso, así como un día se terminó el TC en ruta por el peligro que implicaba, también deberían terminar estos megarrecitales.
Porque la pasión siempre supera a la razón.
Y porque frenar a las multitudes es poco menos que imposible.
Es más: si hoy se les pregunta a los 300 mil que fueron, si aún viendo lo visto volverían a ir, la gran mayoría con seguridad diría que sí.
A Olavarría el Indio ya no volverá. A Tandil seguramente tampoco. Pero tal vez un día el intendente de un pueblo recóndito acepte una nueva realización del show multitudinario.
Habrá que ver entonces “quién le pone el cascabel al gato”.
Debería ser la Justicia.
¿Lo hará?
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