La mortandad de abejas pone en riesgo a la humanidad
Los millones de insectos que mueren a causa de los agrotóxicos y el cambio climático ponen en peligro el rol determinante que cumplen para el futuro de la biodiversidad y la alimentación de todo el planeta. La doctora en Ciencia Animal Marina Basualdo advirtió la necesidad de generar políticas a corto plazo para sustentar el medioambiente y las economías regionales.
Las abejas fueron declaradas el ser vivo más relevante de nuestro planeta por científicos y especialistas que sostienen que la humanidad depende de esta especie. El dato es concluyente: si las abejas desaparecen, no podrían sobrevivir las flores y, por ende, las frutas y verduras.
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La población de estos insectos se está viendo reducida a ritmos preocupantes en los últimos años y de no atenderse esta problemática en un plazo razonable, empezarían a formar parte de la lista de animales en peligro de extinción. Por eso, la organización benéfica ambiental Earthwatch Institute declaró que las abejas son el ser vivo más importante.
En líneas generales la disminución de los ejemplares se relaciona principalmente con el uso de agroquímicos y el cambio climático. Estudios recientes mostraron una merma dramática en el número de abejas y afirman que casi el 90 por ciento de la población ha desaparecido en los últimos años. Según especificaron, esto se debe al abuso de pesticidas y a la deforestación, entre otros factores.
Por otra parte, y de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), aproximadamente dos terceras partes de las plantas cultivadas que se utilizan en la alimentación de los seres humanos dependen de la labor de estos insectos.
En consecuencia, si las poblaciones de abejas disminuyen, la biodiversidad de la Tierra también lo hará, por lo que se puede ver afectada la supervivencia de otras especies y causar un efecto dominó.
Los índices regionales
En Sudamérica y sobre todo en nuestro país los estudios poblacionales se centran en la Apis mellifera por ser el tipo de abeja más abundante en el territorio y una de las 5 especies que produce miel entre las 20 mil existentes.
La importancia de cada amenaza no es igual en todo el mundo, ya que el clima, el paisaje o las diferentes prácticas apícolas y agrícolas de cada región también influyen en la salud de estos animales.
Para conocer la situación actual como así también los trabajos de investigación que se vienen desarrollando en la materia, El Eco de Tandil dialogó con Marina Basualdo, doctora en Ciencia Animal y licenciada en Ciencias Biológicas. La profesional además es socia fundadora de la Sociedad Latinoamericana de Investigación en Abejas (Solatina).
-¿Por qué se ha levantado un alerta respecto a la mortandad de las abejas?
-En realidad, cuando hablamos de la mortandad de abejas no sólo debemos tener en cuenta a la especie Apis mellifera, que son las abejas que se utilizan comercialmente para polinizar o para producir miel, sino que además, existen especies nativas que se mueven en determinados territorios y están en distintos ambientes realizando un aporte específico. Estos insectos que actúan como polinizadores naturales hoy se ven afectados por factores como la deforestación o la labranza de tierra porque muchas nidifican en el suelo. Sobre estas especies a pesar de algunos censos, no podemos cuantificar el estado de las poblaciones. En relación a la especie melífera tenemos datos certeros ya que vienen ocurriendo mortandades masivas a nivel mundial. El más preocupante que corresponde a 2016 revela que en Europa y en EE.UU. se ha perdido el 30 por ciento de las colmenas debido a un síndrome de colapso.
-Y a partir de esta evidencia ¿qué pasos se siguieron?
-Esta fue una Luz de alarma que puso a los científicos y especialistas a evaluar las pérdidas económicas pero también las medioambientales, poniendo el foco en los cultivos agronómicos, ya que de todos los alimentos que la humanidad consume, el 80 por ciento está polinizado por estos insectos. Frutas, hortalizas, semillas forrajeras que se emplean en la alimentación de las vacas, por ejemplo. Las estimaciones que se hicieron mostraron pérdidas de billones de dólares. Tal es así que EE.UU. entró en crisis porque no tenía abejas para polinizar su producción frutal (almendras, manzanas, etc.) y tuvieron que importar abejas para que no baje el rendimiento y para poder cumplir con sus compromisos comerciales.
-¿Qué sucede en nuestra región?
-En América Latina, a través de la asociación que fundamos, hemos realizado estudios de monitoreo en la temporada 2028-2019 para conocer cuál es verdaderamente el estado de situación. Por medio de encuestas y relevamientos, los datos arrojaron que en Argentina tenemos una pérdida de colmenas del orden del 30 por ciento mientras que en Chile, por ejemplo, la cifra alcanza el 56 por ciento y en Brasil el 41.
-Los factores que producen estos altos niveles de pérdida, ¿tienen un común denominador?
-Los factores son varios porque cada territorio reviste algunas particularidades. Hoy, el avance de la frontera agrícola de monocultivos en nuestro país ha logrado ocupar extensiones de gran magnitud. La producción de soja o maíz abarca millones y millones de hectáreas. La siembra sobre estas grandes superficies trae aparejada la aplicación de agroquímicos. Pero para la utilización de estos productos hay normas que se deben cumplir a rajatabla. La normativa establece qué tipo de sustancia se puede diseminar, de qué manera, con qué frecuencia y cuál es el método que debe emplearse. Cada país se rige por determinadas pautas, aunque a veces es difícil controlar que las mismas se implementen como indica la ley.
-¿Cómo operan estos químicos en las abejas?
-Si el químico cae sobre el animal como producto de la fumigación aérea, las extermina por completo, pero más allá de este procedimiento, que debería estar prohibido, se mata toda la flora acompañante. Para los agrónomos son malezas y para los abejas son flora para poder alimentarse y cumplir su ciclo vital. El polen que las abejas sacan lo llevan a la colmena y lo almacenan. Al llevar esta proteína también se llevan los químicos que se van acumulando y producen un efecto subletal que conlleva alteraciones en el sistema nervioso, el animal se desorienta y no puede volver a la colmena, se deprime su sistema inmune y comienza a tener un déficit de nutrición. Esto hace que sus propias enfermedades (parásitos o bacterias) puedan acentuarse o les produzca aún más daño. Algunos investigadores en Europa han comprobado que el uso de insecticidas del grupo de los neonicotinoides son altamente nocivos y los han prohibido. En Argentina están permitidos y hasta se utilizan productos organofosforados que tienen un alto nivel toxicológico y muy poco control de implementación.
-¿Existen proyectos para generar conciencia sobre la necesidad del cuidado de la especie?
-Sí, hemos trabajado mucho al respecto con el INTA y con el Ministerio de Agroindustria, que por supuesto están al tanto de todo, pero son situaciones complicadas porque la conciencia medioambiental no coexiste con muchos intereses creados. Hoy si bien se está lejos del peligro de extinción porque las abejas son una especie domesticada y se puede preservar su genética a través de distintos procedimientos, debemos cambiar ciertos parámetros porque se siguen aplicando químicos de manera indiscriminadas y se están arrasando poblaciones completas. En Córdoba, por ejemplo, tuvimos mortandades muy grandes de colmenas que no estaban en zonas de cultivos y con fumigaciones que se hicieron a kilómetros de distancia.
-Y desde los nichos de investigación, ¿cómo se viene trabajando?
–Actualmente junto a otros países, como Chile, Brasil, Uruguay y México, estamos buscando generar algún tipo de información para cuantificar cuánto producimos, cuánto de ello se exporta, cuánto va al consumo interno, cómo se ven afectadas las economías regionales y cuál es la extensión a nivel continente de superficie implantada. Una vez que recabamos estos datos, la idea es traducirlos en millones de dólares para que quede reflejado cuán significativo es el aporte y la injerencia que tiene la abeja dentro de la balanza comercial de cada país. Queremos generar una base de datos con detalles pormenorizados y entregarla a los organismos gubernamentales para que cuenten con información estadística y se fomenten políticas concretas. Esto es un tema de decisiones y es necesario que encontremos un equilibrio porque Argentina es un país exportador de materias primas y muchas de ellas se producen a gran escala debido a la existencia de las abejas.
En otros países se han implementado sistemas donde se crean en medio de lo que denominamos ‘desierto verde’ (grandes extensiones de siembra de soja), pequeños espacios de árboles con especies que no compiten con el cultivo. Esto es factible y permitiría conjugar una preocupación menos para los agrónomos y un impacto menor hacia el medioambiente. Ojalá se puedan tomar decisiones más sabias en el corto plazo.
Algunos datos
Aunque es un fenómeno global la crisis de la industria apícola golpea con intensidad a la Argentina, país que igualmente se posiciona en segundo lugar como exportador de miel en el mundo.
Alrededor del 95 por ciento de la miel que se produce se destina a la exportación. Según cifras del sector, en 2016 se vendieron unas 81 mil toneladas; en 2017, unas 70 mil; y entre enero y septiembre de 2018, se alcanzaron a comercializar 46.700 toneladas. Los principales destinos del “oro amarillo” son los EE.UU., Alemania y Japón.
La caída en términos de productividad también se asocia a la pérdida de adeptos. En 2010 había 33.781 apicultores y 4.151.178 colmenas anotados en el Registro Nacional de Productores Apícolas.
En febrero de 2018, eran 9.227 apicultores y 2.322.975 colmenas: un desplome del 73 y 44 por ciento respectivamente.
Entre las principales provincias donde la actividad registra índices alarmantes se encuentran La Rioja, donde se perdió el 99 por ciento de los apicultores y San Luis, con el 89 por ciento.
Los distritos más productivos también muestran bajas preocupantes. Buenos Aires tenía 10.200 apicultores en 2010 y ocho años más tarde eran 2.535. Córdoba pasó de 4.104 a 674 y Santa Fe, de 4.165 a 944.