Se nos vino la noche
Hay un sentimiento de desolación que precede a las tormentas. Como un recuerdo, un instinto, una alerta lejana e íntima que nos estremece.
?Se nos viene la noche?, se dice, cuando más que presagio hay una certeza de desgracia en ciernes. Y es eso la tormenta: una noche a cualquier hora, incluso de noche; una negritud profunda en medio de la oscuridad.
Es, justamente, la dimensión de nuestra pequeñez en un universo descomunal, que siempre lo es, pero sólo se muestra en estas situaciones, en tormentas y otros cataclismos.
Y uno se siente desolado, indefenso, como sólo se puede estar ante la inmensidad de lo impredecible. Es el temor ancestral al viento que amenaza, a la lluvia que golpea, a la piedra que castiga, al rayo que no perdona. Es esa mezcla de temor y fascinación de cuando éramos niños y la tormenta azotaba más allá de la ventana, contra los árboles del parque o los malvones del patio. Los ojos inmensos, llenos de cielo enfurecido y de nubarrones agitados.
Pero también es un miedo terrenal y mundano. Es más castigo para los castigados; el techo que se vuela, el viento que se filtra y el agua que se cuela. Son más charcos para los pies embarrados y goteras por donde se escapa la esperanza.
Para ellos, para los que la noche se les vino encima y no se fue nunca, para los que no saben de cobijo, la tormenta es otro insulto. Un ultraje de barro y frío que viene de arriba, pero no es gratis.
Hay un sentimiento de desolación que precede a las tormentas. Algunas las sienten en el alma. Otros, más profundo.
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