A 22 años del día que un tandilense, agobiado por el corralito, entró con una granada al Banco y exigió su dinero
Las crónicas del mundo dieron cuenta de lo que sucedió esa jornada de enero en la sede del BanSud. "Al grito de "¡Quiero mis ahorros!" y armado con una granada de mano, Norberto Roglich, un tandilense que tenía 60 años de edad, logró sacar su dinero del banco"
Muchas historias se conocieron en aquellos días aciagos de diciembre - enero de 2001 / 2002, cuando se decidió por parte del gobierno central el conocido “corralito”, donde los ahorristas no podían disponer del dinero que tenían depositado en sus cuentas y en las que las cuentas dolarizadas fueron pesificadas.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailLas crónicas del mundo dieron cuenta de lo que sucedió esa jornada de enero en la sede del BanSud. "Al grito de "¡Quiero mis ahorros!" y armado con una granada de mano, Norberto Roglich, un tandilense que tenía 60 años de edad, logró sacar su dinero del banco". El relato se expandió rápidamente.
La crónica de El Eco de Tandil dio cuenta de lo sucedido. Bajo el título de "Agobiado por el corralito, un hombre ingresó a un banco con una granada", se relató pormenorizadamente lo que sucedió esa mañana del 2002.
"Agobiado por el corralito, un hombre decidió hacerse de su plata a su manera, por la fuerza. Ingresó al banco con una granada y exigió la devolución de sus depósitos. Lo logró, pero ahora está a disposición de la Justicia".
"Si bien lo poco que se conoce del caso es a través de trascendidos, el inicio de esta historia es bien sabido por todos: la restricción a la extracción de depósitos impuesta a principios de diciembre por el entonces ministro de Economía Domingo Cavallo".
"Cientos de tandilenses se encuentran afectados por esta medida. Entre ellos, Norberto Roglich, un hombre mayor de edad con ciertos problemas de salud, que había confiado sus depósitos al banco".
"El lunes por mañana ingresó a la sede local del Bansud, ubicada en 9 de Julio al 500 y pidió hablar con el gerente. Una vez en el despacho del mismo, extrajo entre sus ropas una granadas y amenazó con detonarla en caso de que no le devolviera inmediatamente su dinero".
"Temiendo los alcances que podría acarrear una negativa, el gerente obedeció al ahorrista: le entregó la totalidad de sus depósitos, una suma de 22 mil dólares"
"Roglich tomó el dinero, la granada y se retiró de la entidad bancaria. Posteriormente, desde el banco, se dio aviso a la policía".
El después
Un año y medio más tarde, Roglich habló con Página/12 , en uno de sus primeros reportajes tras el suceso. Esto decía:
Ya quedó atrás el juicio en el que el Tribunal Criminal de Tandil lo condenó a dos años de prisión en suspenso y a diez horas semanales de trabajo comunitario. También quedó atrás la desesperación de esos días, cuando parecía no haber salida. Pero no la bronca:
–Yo sé que en todo país tiene que haber una ley, pero hay que respetar los derechos de cada uno –dice–. Si no, sólo manda el patrón.
Roglich había reclamado una y otra vez y le habían respondido que el dinero se lo iban a devolver. “Siempre me decían lo mismo, pero no me lo daban.”
Meditó a solas qué hacer. Unos días antes había comprado en el local OPM Chinche, el único que vende rezagos militares en Tandil, dos réplicas de granadas de la Segunda Guerra Mundial. Eran, en teoría, para armar una lámpara. “Lo pensé mucho. Estaba jugado, no se conseguía la insulina, pero fue por lo de mi hijo que dije ‘me juego’.”
–¿Qué creía que iba a pasar?
–Sabía que tenía un 60 por ciento de posibilidades de que me mataran, un 20 por ciento de que me devolvieran la plata y un 20 de que me dijeran que no la tenían.
Pero se la devolvieron. Roglich se acercó al gerente de la sucursal Tandil del Bansud, Rodrigo Massi, y le mostró la granada que tenía guardada. Entonces dijo su famosa frase: “O me dan mi plata o volamos todos”. Quienes lo vieron dijeron que no estaba descontrolado, sino tranquilo. Massi se comunicó con el gerente regional y éste consultó al directorio en Buenos Aires, que dio su aprobación para que le dieran velozmente el dinero. Roglich guardó los 22.000 dólares y la falsa granada, se fue y puso todo a buen recaudo. Cuando la policía allanó su casa, no encontraron ni sombra de la plata. Norberto fue detenido y, en consideración a su delicada salud, le otorgaron la prisión domiciliaria. “Fue una época dura”, dice. Eso sí, intimó con los policías que lo custodiaban, a los que invitaba a pasar a su casa y comer con ellos.
–¿Cómo reaccionó con todo esto su familia?
–Estaban enojados conmigo por el delito que cometí, pero ahora están bien.
En las calles de Tandil, en cambio, lo que se percibía era apoyo. En esos días, las radios locales recibieron un alud de llamados a favor de Roglich. Algunos proponían hacer una pueblada. “Sí –dice él–, me hablaron de hacer una pueblada, pero yo pedí que no hicieran nada.”
Tras 60 días de prisión domiciliaria, le otorgaron la excarcelación bajo ciertas condiciones: su familia asumió el compromiso de su cuidado y debía someterse a un estricto control médico y apoyo psiquiátrico. Inicialmente había sido acusado de “extorsión” y “tenencia de arma de guerra”, aunque este último cargo cayó tras comprobarse que la granada era una réplica y no podía provocar más daño que un susto.
Al iniciarse el juicio, el pasado marzo, el fiscal pidió una pena de cinco años y dos meses de prisión. El abogado Martín Navarro, defensor de Roglich, solicitó a su vez la absolución de su cliente o bien la recaratulación de la causa como “hurto impropio”, con una pena mínima y en suspenso.
–¿Cuáles son sus actividades?
–Un poco de todo: pego carteles cuando tienen un acto festivo. Ahora hay una competencia, voy a hacer de banderillero. De noche les vigilo la escuela, hago una recorrida a ver si está todo bien cerrado, si está todo bien apagado.
–¿Cómo se siente con esta condena?
–Me siento mal, castigado. No he visto ningún banquero preso.
Su familia
Años atrás, Julieta Roglich, hija de Norberto, habló con LA NACIÓN y recordó lo que pasó:
“No era la primera vez que las medidas del gobierno le generaban fastidio. No me acuerdo muy bien porque yo era chica, pero ya le había pasado que en lugar de dinero le habían dado bonos”, cuenta Julieta, probablemente refiriéndose al Plan Bonex de diciembre de 1989 que, durante la presidencia de Carlos Saúl Menem y en un contexto hiperinflacionario, dispuso el canje compulsivo de los depósitos a plazo fijo por títulos públicos.
“Mi papá era diabético, insulinodependiente durante toda su vida, desde muy joven. Él empezó trabajando en el ferrocarril, después trabajó muchos años con su padre en una ferretería y después tuvo un taller mecánico. Finalmente se jubiló por discapacidad. En el 2001, él era ‘amo de casa’, le decíamos así porque hacía todas las tareas del hogar. En un plazo fijo había puesto lo poco que había podido ahorrar durante toda su vida, porque a él le gustaba comprar dólares”, agrega.
A la distancia, Julieta se emociona hasta las lágrimas al recordar a su padre. “Me acuerdo el día que yo me recibí de contadora, él estaba tan contento y orgulloso... Tenía esa meta, que hoy suena de otra época, de que el hijo se reciba, que consiga un título. Pienso que él fue feliz con poco”, dice.
Antes de lo sucedido en aquel enero, la familia Roglich había atravesado momentos muy duros, en especial cuando el hermano de Julieta, Sebastián, sufrió un accidente de auto al chocar contra un caballo. “Se le destrozaron todos los huesos de la cara y tuvo que someterse a varias operaciones en el hospital Italiano para recuperarse”, explica.
-¿Qué significaban esos ahorros para tu papá?
-Todo. Él era una persona austera, no le gustaba derrochar. De hecho, siempre andaba con los mismos zapatos y casi ni se compraba ropa. Creo que, con esos ahorros, él tenía la ilusión de dejarnos algo para nosotros o que sirvieran como un seguro para pagar los remedios de su enfermedad -que fue en lo que, finalmente, la terminó gastando- o para las operaciones de mi hermano.
Julieta está convencida que desde el día que anunciaron las restricciones su padre empezó a elaborar su plan. “Lo hizo solo, nosotros no teníamos ni la más mínima sospecha de lo que pensaba hacer, pero sí veíamos que estaba muy indignado”, cuenta. Por tal motivo cree que su padre, que aquel entonces tenía 62 años, esperó a que su mujer y sus hijos viajaran a Mar del Plata para llevar a cabo su propósito.
La mañana del lunes 22 de enero de 2002, Norberto Roglich se vistió con bermudas, medias que le llegaban hasta la rodillas y que casi no dejaban ver su piel, y los mocasines de siempre. Se subió a la moto Econo Power roja de su hija y, con la adrenalina a flor de piel, condujo las diez cuadras que lo separaban de la sucursal del banco Bansud, la misma a la que tiempo atrás había confiado sus ahorros y que ahora, por las restricciones del corralito, se habían esfumado.
“Entró al banco y pidió hablar con el gerente y creo que hizo desalojar el banco. En la oficina del gerente, a solas con él, le dijo que no quería lastimar a nadie, pero que si no le devolvían sus ahorros iba a volar él y el banco. No dijo: ‘Vamos volar todos’, como se publicó algunas veces. No quería dañar a nadie, digo ‘amenazó su propia vida’, por decirlo de alguna manera, porque la granada no podía explotar. Él me contó después que estaba nervioso. Claro, nunca había hecho algo así. Él pensaba que la policía lo estaba apuntándole desde afuera… pobre, se hizo toda una película”, cuenta.
Ante la situación, el gerente llamó a la Casa Central y Norberto salió del banco habiendo cumplido su cometido. “Él se llevó solo lo que era suyo, ni más ni menos, alrededor de 22.000 dólares, no me acuerdo el monto exacto”, dice.
Enseguida Norberto se dispuso a esconder sus ahorros. Estaba seguro que irían a buscarlo. Buscó un lugar remoto, donde nadie pudiera encontrarlos. “No le dijo nunca a nadie dónde había escondido sus dólares. Mucho tiempo después nos enteramos que el único que sabía era a mi hermano. Pienso que a mí y a mi mamá no nos lo dijo por temor a que contemos”, cuenta y no puede evitar reírse.
-¿Sabés si él tuvo temor de las consecuencias?
-No, no. Él sabía que si no recuperaba el dinero iba a ir preso. Es más, nos dijo que siempre pensó que ese día lo mataban. Nunca pensó que se lo iban a dar.
Luego de esconder el dinero, Norberto se dirigió a la casa de su hermana y le llevó una pala. Le rogó que la guardara y le dijo que la policía no la debía encontrar. “Cuando le da la pala, mi tía no entendía nada y le dijo: ‘Noberto por favor, decime que no mataste a nadie’. Y él le respondió que no, que se quede tranquila, pero que necesitaba que la escondiera”, recuerda.
Esa misma noche la policía fue a la casa de la familia Roglich y arrestaron a Norberto por “extorsión” y “tenencia de arma de guerra”. Se lo llevaron detenido a la comisaria. Querían que les cuente dónde había puesto el dinero, pero el jubilado se negó. “Para despistarlos, creo que les dijo que estaba en un campo, pero cuando fueron ahí no encontraron nada”, añade.
-¿La policía, en definitiva, buscaba la plata que era de él?
-Claro, sí. La policía buscaba la plata que era de él. Pero lo hacían por seguir las órdenes de sus superiores, porque todos en Tandil comprendieron y justificaron lo que él había hecho.
“La noche que arrestaron a mi papá un patrullero volvió a la casa a las horas porque le había dado un shock y necesitaban la medicación para su diabetes. Me acuerdo porque se armó un lio bárbaro con los perros que no dejaban pasar a los oficiales. Desde ese día, su enfermedad empeoró mucho”, cuenta Julieta.
Enseguida, un pariente abogado sacó a Norberto de la cárcel y la justicia dispuso, hasta el juicio que se iniciaría en el 2003, la prisión preventiva con arresto domiciliario por su edad y estado de salud.
-Finalmente, tu padre fue juzgado y condenado por lo que hizo.
-Sí. A él lo terminan condenando con prisión domiciliaria y tareas comunitarias, pero le cambiaron la carátula, creo que terminó siendo robo. Teníamos policías en la puerta de casa que después terminaron haciéndose amigos de mi papá.
Julieta recuerda que el momento del juicio, con su padre enfermo asistiendo a las audiencias, fueron tiempos muy duros para la familia. “Fue terrible. Me acuerdo de que yo lloraba todo el tiempo. A él lo juzgaron como a un delincuente más. Yo entiendo que la fiscalía tenía que hacer su trabajo, pero mi papá estaba muy nervioso, en especial cuando tenía que declarar. La fiscalía quería condenarlo y los jueces eran tres témpanos. Mi papá no se merecía pasar por esa situación, aunque los médicos, el gerente, todos de alguna manera, declaraban a su favor”, dice.
Según Julieta, en el juicio, a su padre lo favoreció mucho el testimonio del vendedor de las réplicas de las granadas. “El señor tenía un local de artículos de guerra que coleccionaba y también vendía, y en la audiencia dijo que mi papá reiteradas veces le preguntó si no iban a hacer daño a nadie, quería asegurarse de que eran realmente réplicas. Cuando él las fue a comprar lo hizo con la excusa de que quería hacer un velador. Nosotros nunca las vimos porque también desaparecieron”, dice.
Julieta no recuerda con exactitud el día que su padre terminó de cumplir la condena. “Después del juicio, como él ya había estado detenido, hizo actividades comunitarias”, dice.
-¿Creés que alguna vez se arrepintió de lo hizo?
-No. Tal vez le dolió lo mal que nosotros la pasamos en el juicio, haber hecho que su familia pasase por ese momento. Pero no se arrepintió, él estaba convencido de que lo que había hecho era lo que correspondía. De hecho, recortaba todos los periódicos donde había salido porque estaba orgulloso, aunque terminó bien “a medias” porque durante mucho tiempo no pudo salir de su casa.
-Finalmente, ¿dónde estaba el dinero que buscaba la policía?
-Estaba en un terreno que era de él, al lado de una planta de higos que había tomado como referencia. Al final, ese dinero lo terminó usando para pagar los gastos de su enfermedad que a raíz de lo que pasó en 2002 empeoró muchísimo y mi mamá fue la que más lo padeció.
Norberto falleció el 20 de abril de 2007, en su casa. Tenía su visión muy deteriorada, “ya casi no veía nada”, y sus pies muy dañados, al punto de que en cualquier momento debían ser amputados. “Había vuelto de una operación y yo fui con mis hijas a visitarlo, eran chiquitas y como venía una tormenta muy grande le dije que me tenía que ir rápido. Me arrepiento tanto de no haberme quedado más tiempo con él. Al otro día, me llamó mi mamá diciendo que se había descompuesto y yo sentí que había muerto. Tuve esa sensación. Y así fue”, dice con la voz entrecortada.
“Yo lo veo como a un héroe. No sé cómo tuvo el valor para hacer eso. A pesar de actuó fuera de la ley, él estaba harto: toda su vida había actuado siempre dentro de la ley, pero un día dijo ‘basta de atropello’. Y tuvo el valor de hacerlo. Se enfrentó como él pudo a un sistema que lo había estafado, no le sacó nada a nadie. Solo recuperó lo que era suyo. Hoy es mi ídolo y aunque dicen que yo soy parecida a él, no creo animarme a tanto”, finaliza.
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