“El corazón que encontró refugio en la casa de al lado”
Relatos de estudiantes de 6to año de la Orientación en Comunicación del Colegio Ayres del Cerro. Los mismos se trabajaron en el Taller de Producción en Lenguajes coordinado por la profesora Gabriela Ballarre.

Por: Aldana Rolando
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailSi cierro los ojos e imagino la infancia de mi mamá, veo a una nena de pelo lacio y mirada seria, demasiado madura para su edad. La vida le arrebató a sus papás muy pronto, pero también le regaló una familia distinta: una vecina llamada Chicha que, sin ser de su sangre, se convirtió en su refugio. Allí aprendió que el amor no siempre se da con besos, sino con una mesa servida, ropa limpia y la disciplina de cada día.
A los cuatro años, Silvia perdió a su madre, Adela Emilia. Mi abuelo, Rómulo Atilio Corbeto, quedó solo con cinco hijos y no supo qué hacer. Los repartió entre familiares y vecinos. Silvia se quedó en casa de Chicha, junto con su hermana mayor Elsa. Su hermano Marcelo se fue a Cerro Leones con Irene, media hermana de su mamá. Nancy se quedó con una tía paterna. Y la más chica, Ana, de apenas un año, fue quien más estuvo entre distintos parientes, hasta terminar con Marcelo e Irene.
Los hermanos crecieron separados y los encuentros eran un regalo poco frecuente, cada dos meses, o a veces pasaban hasta un año entero sin verse. Esa distancia los marcó, pero también les enseñó a valorar cada abrazo y cada verano juntos.
La convivencia en lo de Chicha no fue fácil. La rutina empezaba temprano. A esa hora en la que lo único que se escuchaba era la radio, ya había que estar de pie y listo para el día. Chicha, con su carácter firme y su voz siempre un poco más alta de lo necesario, se encargaba de que nadie olvidara que en esa casa se cumplían reglas. Ella no era de mimos ni de palabras dulces, pero sí de reglas claras. A Silvia le enseñó a cocinar, a lavar, a estudiar, a mantener la ropa impecable. No les faltaba un plato de comida ni un techo, pero sí gestos de cariño. No había un “¿cómo te fue?” al volver de la escuela ni un beso de buenas noches. Era un hogar ordenado, correcto, pero frío. La rutina en la casa de Chicha y José empezaba temprano.

El único respiro llegaba en las vacaciones, cuando Silvia podía ir a la casa de Irene y reencontrarse con sus hermanos. Ahí todo era distinto, había juegos, risas y hasta malas palabras sin retos. Y ahí sí llegaban los Reyes Magos con regalos sencillos pero llenos de amor, algo que la pobreza y la seriedad de Chicha nunca permitieron. Para Silvia, esos veranos eran una caricia al alma, el único momento en que podía sentirse una nena de verdad.
A los ocho años, la vida volvió a moverla de lugar. Se fue con Chicha y su marido a vivir a Juárez por dos años. Allí no la pasó bien, sufrió situaciones incómodas, soledad, la falta de sus hermanos y el silencio de no poder decir lo que sentía le pesaban demasiado. Recién a los diez volvió a Tandil para terminar la primaria. Pero su infancia ya había cambiado de rumbo.
A los once años empezó a trabajar cuidando niños. Ese fue su primer empleo y el inicio de una vida adulta adelantada. La escuela quedó en segundo plano, porque no podía con todo. De grande intentó retomar los estudios, pero solo pudo hasta los dieciséis, ya que nació su primer hijo y las responsabilidades crecieron aún más.
La infancia de mamá estuvo marcada por la disciplina, el trabajo y el silencio, pero también por la fuerza y la resiliencia. No tuvo besos ni abrazos cotidianos, pero sí aprendizajes que la acompañaron toda la vida. Hoy, cuando recuerda a Chicha, no lo hace con rencor porque sabe que, sin ella, quizá no habría tenido un techo ni una mesa servida. La familia no siempre se hereda, a veces se construye con quienes eligen quedarse a tu lado.
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