No me gustan esas frases hechas nacidas de cierta indignación y que intentan ser categóricas. Será que no traen consigo el áspero sabor de la resignación, que al fin y al cabo es una de las formas de la sabiduría; traen simplemente el rezongo inconducente. Casi un insulto a nosotros mismos.

Acá va una: los argentinos ya hemos perdido nuestra capacidad de asombro.

Aplica a muchos ámbitos pero intenta hacer centro solo en la política. O en los políticos.

Chantas, saltimbanquis, estafadores, traidores, ventajeros y arribistas hay en todos lados. En la política, el fútbol, la religión, los negocios y los sentimientos. Y me animo a decir que en todas las latitudes: Kinshasa, Abu Dabi y Venado Tuerto.

Así como hay buenos como el pan, solidarios, compañeros, desprendidos, altruistas y ejemplares. Acá y en todos lados. Cada uno de nosotros tiene también algo de eso; el asunto es en qué dosis.

Por lo demás, cada quien debería preguntarse si aún tiene capacidad de asombro. No digo ya para la política, la economía o la seguridad. Digo para con su propia existencia.

Es atinado que un buen día, o mejor dicho una buena tarde, una siesta, a la hora en que los duendes juegan a la pelota en el patio preguntarse cuándo fue la última vez que te asombraste.

Recorrés las semanas recientes, los meses pasados, como quien recorre la casa propia, los rincones conocidos. Y no hay nada. O sí, pero nada que te asombre. Ahí están los libros que te quedaron sin leer, marcados en páginas perdidas, están los retratos y los portarretratos con sonrisas eternas y te preguntás por qué no se retrata la tristeza, por qué no hay imágenes de antiguos llantos. Ciertas profundidades no son aptas para selfies.

Recorrés y no hay nada nuevo. Parece que no te has asombrado últimamente. Y en ese momento, que tenés tiempo, que la siesta le pone sordina los sonidos de la tarde, decidís ir más para atrás. Años atrás, un par, algunos, hasta cuando la vida era fértil en sobresaltos.

Ya no recorrés la casa propia. Ahora caminás las esquinas vagamente conocidas. Ahí está, todavía, el kiosco de diarios, donde un título en primera plana te congeló la mañana.

Buscás en el espejo de la memoria, donde volvés a peinarte las canas por entonces ausentes y la cabellera abundante. Fue quizás aquella noche en que conociste el amor.

El amor por entonces tenía un nombre que ahora no importa. En ese momento sí. Porque todo lo nombraba. La nombraba. Los pétalos de las margaritas que caían de a uno. La nombraban los números del boleto de colectivo y los susurros que dejan las hamacas cuando están por detenerse.

Aquel rostro tímido que te devuelve el espejo, es tu cara con gesto enamorado. Pero ni siquiera el amor era un asombro.

El amor era, en aquel tiempo, un mandato. Una ley recorriendo las venas a borbotones, una revolución de las urgencias. No había sorpresa en aquel aleteo, porque ese nombre, no importa cuál, era tuyo. Y eso no debía asombrarte.

Aquella noche fuiste dios. Y los dioses no se asombran, asombran.

Tampoco te sorprendieron las lágrimas del final, las dos o tres gotas disimuladas que le cayeron sobre el mantel junto a tu café. El último. No te asombró aquella despedida, esa fatiga de cariño que te apretó fuerte la mano y se fue para siempre.

Qué te queda entonces, si no la infancia. Allí está la comarca fértil de asombros y sorpresas. Allá, en los días primeros, los primeros asombros de un mundo que se dejaba descubrir, colonizar a cada paso.

Allá, en una tarde, cuando la primera trompada te dejó la nariz apuntando para el costado, supiste que la amistad era eso: defender al otro, como si fuera uno mismo, por más que los otros fueran cuatro. Y eso te asombró de vos.

Descubrís ahora, tarde, como en esta siesta, que alguna vez fuiste valiente. En batallas ajenas y perdidas de antemano, pero valiente al fin.

No sé si hemos perdido nuestra capacidad de asombro por las cosas que nos pasan. Tal vez –si es que la perdimos, algo que pongo en duda- es por las cosas que ya no nos pasan.

O no dejamos que nos pasen.

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