La vejez no viene sola, dicen. Y la mención viene a referencia de ciertos achaques del físico. El dolor de cintura, cierta lentitud para pararse, reflejos que ya no son lo que eran.

Pero no menos cierto es que los años también llegan otras cuestiones que nada tiene que ver con lo físico. Vicisitudes de la mente. Y por qué no, del espíritu. Pero no necesariamente achaques.

Por caso, hace ya algunos años he decidido dar por perdidas las batallas vinculadas con la memoria. Más precisamente, con los archivos que relacionan caras con nombres y personas con épocas de la vida.

Antes de eso, me negaba a creer que no pudiera reconocer a alguien que me saludaba por la calle o incluso se paraba a hablar, llamándome por mi nombre. En vano, por cada una de esas ocasiones luché horas enteras tratando de develar el misterio, ante mi propia negación de los hechos. La mayoría de las personas en tales circunstancias se permiten expresar sus dudas con un "recordame cuál era tu nombre porque se me fue de la cabeza…". Y problema solucionado. Pero un negador, es un negador.

Seguramente, el asunto debería ponerme en alerta en cuanto a mi salud mental. Pero de un tiempo a esta parte he dado un paso hacia la sabiduría: si no conozco a quien me saluda o a quien me está hablando, no me hago problema. Si puedo, intento derivar la charla hacia la búsqueda de un dato concreto. Pero si eso no es posible, no pasa nada. Al cabo de un rato sigo mi camino y asunto concluido.

A tal punto, que casi me he convertido en un especialista de las vaguedades. Puedo mantener conversaciones con un conocido -que desconozco, obviamente- por espacio de horas sin dejar sospecha de que no tengo la menor idea de con quién estoy hablando.

Y esto es un gran ejercicio para la mente: mentir, fingir, llevar el hilo de una fantasía requiere de un estado de lucidez mayúsculo.

La utilización de términos como "flaco", "loquito", "loco", "amigo" son habituales en esas charlas ambiguas. Incluso, ante una persona mayor utilizo el "usted" por una cuestión de cortesía. Pero dejando un pequeño margen de duda en el otro, de que ese trato casi respetuoso podría tratarse de una broma.

-Usted sí que está fenómeno, le puedo decir a un tipo con el cual pasé los doce años de escuela. Y él lo puede tomar como una gracia.

Este tipo de contactos, que generalmente son esporádicos y no pasan de un intercambio de palabras en la vía pública, requieren de una concentración absoluta. Cuándo tirar un dato certero, cuándo callar, dónde dejar traslucir algún recuerdo que creo oportuno, etc. Pero sobre todo, estar atento a las preguntas del interlocutor. Y llegado el caso, alguna mentira de tipo generalista -nada puntual-.

Hace algún tiempo me cruzó con una persona cuyo rostro no coincidía con ninguno de los archivos que suelo tener en los primeros cajones de las estanterías mentales. Mientras él se prodigaba en elogios hacia mis columnas, yo iba rescatando detalles, a los fines no ya de dar con su identidad, pero al menos para mantener una conversación coherente.

Venía bien. Hasta que llegó el momento de las preguntas:

-¿Tu viejo bien?

Y en mi caso particular, este tipo de interrogantes es una señal de alerta. Porque hay quienes me conocen muy bien y saben que mis padres se separaron cuando yo era chico, que mi papá vivía en Mar del Plata y que mi vieja se había puesto en pareja con otro hombre, que en algún sentido -o tal vez en todos- también fue mi padre.

Ambos murieron hace varios años, con lo cual la respuesta no tenía margen para el error.

-No, mi viejo se murió. Hace tiempo ya.

Vi en el rostro de mi interlocutor el gesto sincero del pesar. Y también el del arrepentimiento por una pregunta no muy feliz: para una persona de mi edad es altamente probable que su padre esté fallecido. En todo caso, bien, lo que se dice bien, es difícil. Lo mejor es evitar el tema.

Sin embargo, presa quizás de su propia turbación, lejos de encaminar la charla hacia otros rumbos, insistió.

-Uh, qué macana. Cuánto lo siento, che. Cierto, ahora me acuerdo que tu viejo estaba embromado del corazón.

Y fue en ese momento donde la situación amenazó con salirse de los carriles de mi comodidad. Porque a ciencia cierta, ni mi viejo ni el segundo marido de mi vieja sufrieron jamás del corazón. De hecho, fallecieron por otras dolencias.

El aguijón de la duda se apoderó de mí, por partida doble. ¿Qué le digo? ¿Que se equivocó? ¿Que mi viejo -sin entrar en detalles- andaba fenómeno del corazón? ¿Le sigo la corriente?

Y efectivamente, opté por esto último. Una mentira. Inofensiva. Es decir, una mentirita. Corta.

-Sí, claro.

Sin embargo, fue la otra duda la que se apoderó de mí. En ese momento y durante los siguientes. ¿Y si este tipo tampoco tiene mucha idea de quien soy? ¿Si está llevando este juego de apariencias a límites de desafío? ¿Si es un charlatán? ¿Si me está confundiendo con otro o ha reconstruido en mí una mezcla de conocidos?

Traté de disimular mi estado de confusión, con respuestas cortas. Hasta que por fin llegó el momento de dar por finalizada la charla.

-Chau, Marcos. Qué gusto volver a verte, que sigas bien.

-Chau, loco. Nos estamos viendo.

Y tanto es así, que desde ese día nos seguimos viendo a menudo. A veces nos saludamos de lejos levantando los brazos y cada cual sigue su camino; otras, hasta nos detenemos a charlar un rato.

Quizás yo no sea el Marcos que él supone.

Y es altamente probable, que yo tampoco.

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