Entre las frases predilectas de Alejandro Dolina tengo la que plantea que “el universo es una perversa inmensidad hecha de ausencia. Uno no está en casi ninguna parte. Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia: el amor”.

Me gusta, sobre todo, la primera parte de la sentencia: uno no está casi en ningún lado.

A veces me agarra la sospecha de que ni siquiera uno está en los lugares donde cree estar. De manera tal que puede creerse uno que anda caminando por Pinto, entre Rodríguez y 9 de Julio, distraído en vaya a saberse qué vencimientos y resulta que se lo alguien lo puede ver muy campante recorriendo los suburbios de Estambul.

Se explica así, entre otras cosas, que durante años o tal vez décadas en una ciudad chica como la nuestra nunca nos hayamos vuelto a cruzar con un compañero del secundario. Tal vez él crea estar en Tandil y no sea así. O, para nuestro desconsuelo, puede darse a la inversa.

En la vereda opuesta a este planteo se encuentran quienes aseguran de que uno está o puede estar en casi todos lados. Se basan en una comprobación empírica, pero sobre todo pesimista: basta que estés deseando no encontrarte con alguien para que des vuelta la esquina y te lo choques.

Insisto, a mí me gusta más la de Dolina. Pero reconozco que la otra hipótesis tiene algo de certeza. Con resultados amargos o dulces, pero nunca pasar inadvertida.

Motivado tal vez por la columna de ayer –en la que un hombre ya mayor se encuentra en la guardia de un hospital con quien casi fue su primera novia- un lector reflexiona sobre estas ambigüedades de los encuentros y los desencuentros.

Vía mail me contó que hacia mediados de los noventa tuvo la oportunidad de ir a Cuba de vacaciones. Un viaje, puede decirse, aspiracional para la mayoría de los argentinos y el que lamentablemente aún no pude hacer.

Pasó unos cuantos días en La Habana y uno lo imagina sentado frente al malecón, recorriendo la plaza de La Catedral o tomando algo en La Bodeguita del Medio. Como disponía de unos cuantos días, decidió salir a recorrer la isla en busca de lugares menos turísticos.

Alguien le sugirió ir hasta Bahía de Cochinos, famosa por aquel frustrado desembarco de fuerzas norteamericanas que pretendían derrocar a la reciente revolución encabezada por Fidel Castro y el Che.

No fue fácil conseguir un auto: Cuba comenzaba a padecer la falta de apoyo de la recientemente disuelta Unión Soviética. Al fin se hizo de uno y junto al guía partió. De camino, y a sugerencia de su acompañante, hizo un alto para conocer un pozo de agua ubicado a unos 500 metros de la costa, que subterráneamente está comunicando con el mar. Le dijeron que en ocasiones aparecen peces de gran tamaño e incluso tiburones.

El lugar indicado era “en medio de la nada”. Y allí se quedó un buen rato, mirando los enormes peces de colores y a la espera del tiburón que no apareció. Un verdadero paraíso en soledad.

Volvió a subirse al auto y en un cruce de la carretera frenaron para dejar pasar otro vehículo que doblaba hacia el sentido contrario.

Por las ventanillas abiertas, que dejaban entrar el aroma salado y puro del mar caribe, se coló un saludo:

-¡Chau, Negro!

Reaccionó casi por instinto, ya que lo apodan “Negro”. No obstante, reflexionó que allí nadie lo conocía y la referencia seguramente era para su guía y acompañante: un muchacho moreno.

Por curiosidad giró la cabeza y en el interior del otro auto, con los brazos asomados y aspaventosos estaban el recordado Julio César Díaz y Vicente Murno, más tandileros que el salamín y La Movediza.

Allá, a miles de kilómetros de distancia del pago chico, en medio de una ruta desértica de un país caribeño y socialista, tres tandilenses eran protagonistas de esta encrucijada que plantean Dolina por un lado y sus detractores por otro: ¿Estamos, casi, en ningún lado o estamos, casi, en todos lados?

Obviamos relatar decenas de anécdotas de amantes clandestinos que deciden ir a pasar un fin de semana “a un lugar donde no nos conozca nadie”. E indefectiblemente, en el lobby del hotel se encuentran con el almacenero de la otra cuadra.

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