Soy plenamente consciente de que estoy siendo manipulado por algún tipo de algoritmo que me conmina al monotema: El Eternauta.

No puedo hablar de otra cosa, es cierto. Pero en este caso, me siento muy a gusto con esta manipulación. Hasta no hace mucho, quedaba fuera de casi todas las conversaciones por no saber quién era Furia de Gran Hermano o la reina Daenerys, de Games of Thrones.

El domingo me visitó mi hijo mayor y lo primero que le pregunté fue si había visto El Eternauta.

-Voy por el tercer capítulo-, me contó.

-Ah, ¿y qué hacés acá? Haceme el favor, andá y terminala así después charlamos.

No sé si lo habrá hecho. Pero quien sí la vio toda fue un amigo con el que me encontré ayer.

-¿Te gustó?-, fue mi segunda pregunta.

-Sí, claro. ¿Sabés qué fue lo que más me gustó?

-A ver…

-Cómo manejan el asunto de “lo viejo”.

-No sé si te entiendo.

-Viste que aparecen aparatos que ya no se utilizan.

-Sí, claro: el aparato de radioaficionados, la lamparita con filamento incandescente, el tocadiscos, los autos modelo sententa y pico…

-Exacto. Pero no es una retahíla de objetos en desuso acompañada del mensaje melancólico de “todo lo pasado era mejor…”. No. Sirve lo que sirve. Y esto encaja muy bien con lo que sucedió el otro día con el apagón en España. ¿Cómo se informaron de lo que estaba pasando? Con una vieja radio a pila.

La charla continuó por algunos minutos más, en los que intenté reivindicar como mayor logro el “espíritu argentino” que tiene la serie.

Cuando regresé a casa volví a pensar la frase de mi amigo en referencia a los objetos viejos y en peligro de extinción que hoy nos podrían no digo salvar la vida, como en El Eternauta, pero sí sortear algunos inconvenientes ante una “caída total del sistema”.

Procedí a hacer una suerte de inventario en mi propia casa y llegué a la conclusión de que si se corta la luz tres días, posiblemente muera.

-Ni mate voy a poder tomar-, me dije, recordando que la última pava que tuve, la “solté” en una de mis últimas mudanzas, porque tengo una pava eléctrica. Entré, casi, en estado de pánico. Por suerte, en un rincón de un aparador, al oscuro y arrumbada encontré una vieja cafetera enlosada. Ya tengo dónde calentar el agua. Que bajen la tecla nomás…

En ese trance me sentí un poco el Tano Favalli, el personaje amigo de Juan Salvo que en el taller de su casa todavía tiene objetos ya casi olvidados. Y encima –algo en lo que me gustaría identificarme- se da maña para todo.

Y es que Favalli, Salvo, sus amigos, mis amigos y yo pertenecemos a una generación que ha tratado de esquivarle lo máximo posible a la melancolía berreta de añorar el pasado. Pero no obstante, vivimos la infancia y la juventud sin saber lo que era la obsolescencia programada: la mayoría de las cosas eran concebidas para perdurar. Salvo la hojita de afeitar, los focos y dos o cositas más. Supimos -tarde y mal, es cierto- que las promesas de perpetuidad no estaban garantizadas. Sin embargo, podemos decir que las cosas que formaban parte de nuestra cotidianidad –algunas de las cuales hasta nos hicieron felices- no eran descartables.

Lo efímero -que bien podría ser sinónimo de esta clase de obsolescencia- parece ser el componente indispensable para la fabricación no ya de objetos de consumo, sino de la vida misma.

Entre mi generación y la de mis hijos se han perdido la garrafita de camping, la linterna a pilas medianas, la caña de pescar con alguna línea o anzuelo dando vueltas en una caja, casi todas las herramientas básicas, la piedra de afilar cuchillos, la ollita de aluminio que sirve tanto para hacer huevo duro como para elaborar un guiso sin pretensiones, el auto no computarizado, el encendedor a benzina (o kerosén, nafta, alcohol o lo que se tenga a mano en la urgencia), el filtro de tela para el café y tantas otras cosas. Así como entre mi viejo y yo se perdieron el reloj a cuerda, la lámpara a kerosén, el silbato y el dominó. Objetos que había en todas las casas.

Posiblemente, entre la generación de mis hijos y la de mis nietos se pierda hasta la bicicleta, ante el avance de estos aparatos propulsados a batería.

Me pregunto entonces a qué recurrirán ellos cuando llegue el apagón o se asomen por la ventana en una tardecita de enero y vean los primeros copos de una nieve inentendible.

Si una enseñanza nos tiene que dejar El Eternauta es la idea del héroe colectivo. Y ya que está, podríamos ir pensando en esto de la obsolescencia programada.

Últimas Noticias

Entre la obsolescencia y la melancolía