Tuve una época –extensa, demasiado extensa- que profesé un antiprimaverismo feroz.

Sospecho que tamaña antipatía a la estación del renacimiento me vendría de aquellos picnics de mis años de la escuela primaria. Desde preparar el bolso con los sánguches de milanesa o fiambre y la Coca que a la hora de tomarla ya estaba tibia, hasta las interminables caminatas por el Parque o las sierras hasta encontrar un lugar ´para disfrutar sin peligros´, todo me resultaba un tedio.

La vida en la naturaleza nunca fue mi fuerte. Por entonces me molesta sobremanera el sol muy fuerte, el viento, el frío, los bichos, hasta los barriletes. Nunca me pasó nada con eso, salvo este año que me picó una araña traicionera.

Cuando entré en esa edad en la que se hacen y –sobre todo- se dicen cosas para ser originalmente piola, distintos (?) me declaré un ser otoñal, con tendencia al invierno.

Me gustaban las muchachas lánguidas y con ropa de lana, que no se reían nunca, salvo cuando se encontraban con un bicho canasto o un papelito de caramelo Media Hora y le encontraban una gracia que nunca pude entender, pero por entonces celebraba. Ellas leían a Sartre y a Pizarnik, miraban películas soviéticas y no salían de casa sin tirarse el i ching. Y sobre todo, detestaban a los tipos alegres –aunque años más tarde se casaban con el que contaba cuentos de Jaimito en los pasillos de la facultad-.

Suponíamos –ellas y yo en mi versión piola invernal- que la primavera era una excusa para la frivolidad. De un lado de la divisoria de aguas de la humanidad estábamos los melancólicos, con cierto apego al fracaso y una visión más bien apocalíptico-sarcástica de la vida. Del otro lado, los superfluos de camisas hawaianas y ojotas, olor a bronceador y hits de temporada.

Confieso que aún me quedan resabios de ese mundo en blanco y negro (o blanco y bronceado, para ser coherente), en el que los tontos disfrutaban de lo lindo y los piolas sufríamos en nuestra pretendida superioridad.

Por achaques del físico más que por cuestiones existenciales, he llegado a una instancia en que la llegada de los primeros calorcitos me entibia el alma. O al menos el pecho, que no es poco para quien tiene tendencia a la bronquitis.

He comprobado también que la frivolidad no sabe de estaciones ni el sufrimiento de temperaturas.

Cierta conciencia social –livianita, pero persistente- me lleva a confirmar que por unos cuantos meses el frío no se colará por las grietas de las paredes, la escarcha no traspasará la chapa pelada. En los días por venir cesará el viento helado que se meta sin permiso hasta los huesos. No habrá mocos colgando ni braseros al acecho.

El sol volverá a ser el poncho de los pobres. Y de algunos veteranos que, cuando mozos, lo mirábamos de reojo y con desdén.

En cuanto a las muchachas lánguidas y abrigadas, ahí andan, tan piolas como todas.

Para ellas, para nosotros y para los demás, feliz día de la primavera.

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