HOY, MIÉRCOLES
Guapos
Dicen que era guapo el capitán Santos Pérez. Que ya siendo peón en sus años de juventud había aprendido a manejar con destreza el facón. Que anduvo de riña en riña y cuando quiso acordar estaba trabajando bajo las órdenes del caudillo cordobés Juan Bautista Bustos. Sus peleas ya no eran entre gauchos pasados de copas; sus métodos, sí. Pero ahora peleaba por la patria, no importa quién la invocara. Porque así como primero fue Bustos luego fue el santafecino Estanislao López y por último, los Reinafé, quienes le dieron la orden. Para ese entonces, a la destreza con el facón le había sumado la del sable y el trabuco. Era corajudo, Santos Pérez.
De otra manera hubiera no hubiera aceptado aquella misión, que tantos otros habían desestimado. De otra manera, hubiera sucumbido o al menos dudado –con esa duda que cuesta la vida- cuando miró a los ojos al general Juan Facundo Quiroga.
Quienes lo conocieron dicen que el Tigre de los Llanos miraba de abajo para arriba, como animal agazapado. Como haciendo gala de ese apodo bien ganado.
Que su mirada daba miedo y el resto de su ser no le desentonaba.
Tal vez por esa mirada, Santos Pérez apuntó el trabuco a uno de sus ojos. Y disparó.
De tanto saber que la muerte lo buscaba, Quiroga ya no le huía.
A sus 47 la conocía bien; como a esa mujer que sin haberla visto, se la intuye en las sombras o debajo de las sábanas.
Le dolían los huesos a Facundo. El ajetreo del largo camino del Norte hasta Buenos Aires le pellizcaba las coyunturas. Cada legua de más, cada rodeo, era un dolor profundo. Insoportable.
Tal vez por eso desoyó el consejo de tomar por Cuyo, la ruta más larga, pero la más segura.
Tal vez por eso. O por esa cercanía con la muerte de la que ya no huía, que es lo más parecido a la inmortalidad. Por eso, algunas leguas antes de Barranca Yaco, desoyó el aviso que una partida enviada por los hermanos Reinafé lo estaba esperando para matarlo.
"No ha nacido el hombre que se atreva a matar a Facundo Quiroga", le dijo a su asistente.
Pero ahí estaba el capitán Santos Pérez, de gaucho malentretenido a ser la mano ejecutora de un crimen –uno de los tantos- que torció la historia de la Patria.
Había nacido, apenas treinta años atrás, el asesino de Facundo.
Ese mediodía del 16 de febrero de 1835, en un sediento camino del interior cordobés, sólo se escucharon algunos disparos, el resoplo de los caballos, unos gritos, el tañer de los sables desenvainados.
Quiroga no tuvo tiempo de pararse. Apenas asomó la cabeza y preguntó "de qué se trata esto" recibió un trabucazo en el ojo izquierdo.
Después, una orgía de sangre lo minó de tajos y puñaladas.
Santos Pérez huyó y se escondió un tiempo. Cuando le fue a entregar el poncho y el sable de Quiroga a los Reinafé, como prueba de que había cumplido con su mandato, lo quisieron envenenar.
Volvió a huir. Meses más tarde lograron detenerlo y lo trasladaron a Buenos Aires, donde fue condenado a muerte. Ante la vista del restaurador Juan Manuel de Rosas y una multitud de porteños, fue ahorcado en la Plaza de la Victoria.
Dicen que no se quejó ni imploró ni pidió un último deseo.
Debió ser guapo también, el capitán Santos Pérez.