-Lo consulté con el chat gpt (en realidad, dijo yipití) y le hice caso…

Hasta ese momento, mi participación en la charla había sido de escasa a nula. No porque no me interesase, sino porque el grupo de gente joven (todo el mundo es más joven que yo) abordaba temas tecnológicos o algo así. No entiendo nada.

Esa frase me trajo nuevamente a la superficie. Miré hacia un lado, hacia el otro –como quien se arroja a cruzar una avenida por mitad de cuadra- y en uno de esos revoleos de ojos me encontré con los de mi amiga La Rubia, que también participaba del encuentro.

Me miró nomás. Ella también escuchó la frase y así como sabía que hasta ese momento yo estaba buceando internamente en las profundidades de alguna pavada atómica -¿cómo formará Boca ante Independiente-, también supo que esa frase, la del chat yipití iba a despertar algo en mí. Algo feo. Más bien monstruoso. El buscapleitos.

Verla y recordar una frase de autoayuda fue una misma cosa: “A esta altura de mi vida ya no me engancho en ciertas discusiones. Prefiero tener paz a tener razón…”.

Para su suerte, para la consultante de intimidades ante la Inteligencia Artificial, pero sobre todo para mi suerte, me volví a zambullir en mis profundidades con un tema para pensar.

A veces leo esa sentencia y digo “cuánta sabiduría”, y otras veces me enojo.

Si tuviera que optar por una de las sensaciones, me quedo con esta última. ¿Porque yo soy así? Puede ser. Pero sobre todo porque me gusta la gente así. Los hombres y mujeres que no se callan, los incómodos, los que dejan pasar una pero dos ni locos, los “te lo pido por favor, no me hagás quedar mal…” y van y hacen quedar mal a la pareja, al hijo o al amigo que los llevó. Los “para qué me invitan si saben cómo me pongo…”.

Tengo para mí que esa actitud de sabiduría zen que implica dejar pasar ciertas discusiones a los fines de darle paso al reino de la armonía esconden sin mayores esmeros ciertos aires de superioridad lindantes con la soberbia. Algo así como “mirá que me voy a enganchar a discutir con este cuatro de copas…”.

¿Existen los cuatro de copas? Claro que sí. Soy uno de los socios fundadores de la filial barrial de esa cofradía. Pero a nadie, por más mequetrefe que sea, se le niega una discusión y se lo deja hablar como si estuviera recitando la verdad revelada. A verdades reveladas, verdades rebeladas. Es decir, se acomete con un prolijo “no coincido con esa manera de ver las cosas…” o que se pudra: “estás diciendo cualquier gansada…”. Y listo, la discusión está servida; llévense a los niños y retiren los sifones de la mesa.

Porque si vamos a hacerles casos a nuestros mayores, seamos estrictos: en las reuniones familiares, sociales, presenciales o por zoom no hablemos de religión, política, temas sociales, inseguridad, pandemia, economía, opciones sexuales, literatura, El Eternauta, Riquelme y el papado de Francisco. Es decir, hablemos estupideces que para eso en la cofradía somos como mandados a hacer.

Pero si a alguno que no entendió o desobedeció la consigna, réplica al instante, contundente y digna de Messi: “callate, bobo…”.

Porque lejos de aquella frase de sobrecito de azúcar que me apartó de un arrebato, a medida que uno –y uno en este caso soy yo- se pone más mayor, menos tolerancia le va quedando. Se la gastó, como pólvora en los pobres chimangos que emigraron a la ciudad. Y no hay tema –ni uno solito- que no sea una invitación a prender la mecha, que explote todo y “acá nos tenemos que sacar las caretas de una buen vez…”.

Me encanta esa gente. Me pudre también, es cierto: a determinada hora de la velada dan ganas de decirle `pará un poco, emoción, o te muteo…`. Pero me encantan. Son de los míos.

Porque resulta que justamente al lado de la sede donde una vez por semana se reúne la cofradía de Los Cuatro de Copas a tratar de encontrarle una cándida salida a este mundo injusto y desquiciado, justito al lado pero en la parte de atrás está instalada la filial de Los Que No Dejan Pasar Una. En el frente, y a manera de pantalla, suelen funcionar kermeses, parques de diversión o locales de venta de artículos de cotillón para fiestas.

Pero en el fondo es donde se cuecen habas, se ponen las barbas en remojo o se agarran Catalinas.

La voz de La Rubia me volvió a rescatar

-¿Nos vamos?

-¿Eh?

-Que nos vamos. O te querés quedar así, en calidad de planta…

-Ah, no. Sí, nos vamos.

-Gracias por no discutir.

-Estoy madurando.

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