La frases que se estiran

Me gusta leer sobre grandes escritores que también fueron periodistas. Encontrar entre sus crónicas diarias ese germen que los llevó –tiempo más tarde o paralelamente- a escapar del estricto corral del dato duro y comprobable para dejar que la imaginación comience a colarse entre párrafo y párrafo.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailAntes de que fuera el Nobel. Antes de las novelas que nos enseñaron a mirar de nuevo lo cotidiano, como si una muchedumbre sin nombre pudiera levantar la historia entera de un país, o como si Dios tuviera que rendir cuentas a los hombres. Antes de Ensayo sobre la ceguera o de El Evangelio según Jesucristo, José Saramago era, simplemente, un hombre sentado frente a una máquina de escribir, en la redacción del Diário de Notícias o del Jornal do Fundão, rodeado de ceniceros llenos y de cafés que se enfriaban rápido en Lisboa. Un periodista. Un hombre con palabras como trincheras.
Por su lugar en el mundo y por su tiempo histórico, Saramago aprendió temprano que escribir era resistir. Palabras como refugio, frases largas como puentes colgantes, con ideas que abrían huecos en las paredes del silencio. En la Portugal gris de Salazar, la prensa era un pasillo angosto y rutinario, pero poblado de ecos, de sombras, de suspiros.