La luz que no ilumina

Sin abandonar las formas, los gestos ni la indoblegable altanería imperial, el general John Whitelocke tomó la pluma, leyó a desgano los párrafos de la capitulación que hasta horas antes había discutido con Santiago de Liniers y firmó con fastidio y pulcra caligrafía inglesa.
Recibí las noticias en tu email
Accedé a las últimas noticias desde tu emailA pesar de su postura frente a los ojos de terceros –nada menos que sus adversarios- en su interior, el militar británico no entendía nada. Cómo era eso de que esta vez sí los habitantes de Buenos Aires iban a recibir a sus tropas con guirnaldas y agradecimientos por haberlos liberado. Le había pasado un año antes de su colega Beresford, pero a él no.
Pero a él sí, también. Meses más tarde, frente al jurado militar que lo condenó básicamente por incompetente, seguía sin entender qué había fallado.