Cuando llegué a la casa –típica de barrio, con un paredoncito que da a la vereda, luego un mínimo jardín y entonces sí, la puerta de entrada- ella estaba balanceándose con las dos manos apoyadas sobre los pequeños pilares a cada lado del portezuelo.

Ni bien estacioné el auto, interrumpió su columpio y entró a la vivienda, que estaba con la puerta abierta de par en par. Adentro estaba su mamá, la agente inmobiliaria encargada de mostrarme la casa.

Por la mañana, esa misma mujer me había enseñado otra. Quedamos en encontrarnos alrededor de las once y media. Ella me hizo hincapié en la hora: