Hace unos días, el mundo político internacional observaba con cierta incredulidad el sopapo que Brigitte Trogneux le dio a su esposo, el presidente francés Emmanuel Macron.

Fue en el marco de una visita oficial de la pareja a Vietnam y al momento de abrirse la escotilla del avión, se lo puede ver al mandatario galo acusar con sorpresa el bife que le propinó su esposa. De ella, solamente se ve la mano.

Naturalmente, el aparato de comunicación del gobierno francés se puso en marcha de inmediato y salió a explicar que el asunto no pasaba de una costumbre en la pareja, que viven haciéndose chistes y a veces se les va la mano.

Ponele.

En realidad, poco me importan las desavenencias matrimoniales de Emmanuel y Brigitte. Solo diré que, tras el cachetazo, Macron intentó disimular y tomarle la mano a su esposa mientras bajaban por las escalinatas del avión, pero ella se lo negó.

Tiendo a tomar partido por todo, aunque no entienda nada ni me interesa el tema, pero en este caso, le doy la derecha a Brigitte. Porque en definitiva, un sopapo de esa naturaleza casi cinematográfica, es un gesto de rebeldía (por supuesto, de ninguna manera voy a simpatizar con una agresión), como lo fue negarse a tomarle la mano, contrariando cualquier tipo de protocolo.

Se entiende: ella tenía 15 años cuando estalló el Mayo Francés; lo vivió y seguramente –aunque no era universitaria- se ilusionó con esa “revolución”. Él ni siquiera había nacido.

Corría el 68 en Francia. Un país vestido de gris, ceñido por una moral de antaño, casi monárquica, donde hasta la risa compartida entre un pibe y una piba era sospechosa. Allí, donde los claustros escolares secundarios y universitarios eran templos del silencio impuesto, y las mujeres y los jóvenes caminaban los pasillos sin voz, sin eco, sin reflejo.

En lo alto del poder, el general Charles De Gaulle, estatua viviente de la gloria pasada de la Segunda Guerra Mundial, regía como un padre severo que no escucha, que impone. Su sombra alargada de héroe en vida cubría la política, la memoria y el porvenir.

Pero la juventud rompió la costra del aburrimiento —ese letargo que Le Monde supo nombrar de esa manera: “Francia era aburrida”— y brotó en gritos, carteles y adoquines levantados. El país, adormecido bajo el peso de su historia, se despertó con el estruendo de una generación que quería más.

Las fábricas se llenaron de murmullos y cantos. Durante tres semanas, la huelga general detuvo el país, pero hizo andar la esperanza. Sobre todo en las calles de París. En recompensa, los trabajadores arrancaron derechos, y los sindicatos encontraron asiento en las empresas, ya no como visitantes, sino como voz legítima y protagonista.

También las escuelas y universidades abrieron sus puertas al cambio.
Allí donde solo hablaba la autoridad, surgieron delegados, representantes, padres y alumnos que al fin podían decir "nosotros". Era la democracia, tímida pero luminosa, posándose como un gorrión (inevitable escuchar la voz de Edith Piaf de fondo) sobre los pupitres.

Duró un mes. Sedimentó, es cierto. Aún hoy gozamos de algunas consignas de la época. Pero no dejó de ser efímero. Una golondrina no hace verano.

Muchachos y muchachas rebeldes por entonces, con los años optaron por un sendero más discreto, constante, solitario.

El viejo corazón conservador francés, herido por la insolencia juvenil, se alzó en defensa del orden. Por estas horas, hace 57 años, los Campos Elíseos comenzaban a poblarse de voces que pedían retorno, que invocaban la figura paternal de De Gaulle, quien respondió con urnas y obtuvo victoria. El orden, tal cual lo había prometido, retornó.

Así y todo Francia ya no fue la misma después de aquel temblor de primavera.

La mano de Bridgitte, apenas asomada a la cámara quizás sea la sombra del aleteo de aquellos vuelos que no pudieron ser.

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La sombra de un aleteo