En la primaria, mis textos escolares de historia no eran del todo amistosos con los pueblos preexistentes a la colonización española. Casi más bien lo contrario. No sé si el asunto me impactó a mí personalmente o era la idea, pero me causó mucha impresión la muerte de Juan Díaz de Solís a manos de los charrúas. No solo lo mataron sino también se lo comieron.

Lo que me llegaba de Hollywood iba más o menos en el mismo sentido: comanches, pieles rojas y apaches metían miedo. Y en la “vida real”, a los pibes que se portaban mal les decían indios.

De esa infancia provengo.

Con los años y a título personal llegó una conveniente relectura de las cosas –de la mano de historiadores un tanto menos parcializados-, como para tener un panorama más o menos acabado de la cuestión. Desconozco si lo tengo. Razón por la cual, sigo leyendo sobre el tema.

Y si los “indios” no gozaban de buena prensa en los manuales, las mujeres –si además eran indias- directamente no figuraban. De manera que de la existencia de Micaela Bastidas Puyucahua me enteré ya de grandecito.

Nacida el 23 de junio de 1744 en la región peruana de Apurímac, Micaela era hija de Manuel Bastidas, de ascendencia africana, y Josefa Puyucahua, una mujer indígena quechua. Es decir, “técnicamente” era mestiza o “zamba”, condición que le valió su sobrenombre.

Micaela fue una figura fundamental en la historia de la resistencia indígena contra el dominio colonial español en el Virreinato del Perú. Es decir, fue una de las pioneras y heroínas de la independencia de su país. Su legado representa la valentía, el liderazgo y la resistencia en una época de profunda opresión en el continente.

Dicho todo esto, ya es hora de mencionar que era la esposa de José Gabriel Condorcanqui, un joven mestizo descendiente de la nobleza incaica. Más conocido como Túpac Amaru II, quien hacia fines del siglo XVIII encabezó una rebelión indígena contra el régimen español. Micaela desempeñó un papel crucial como estratega y colaboradora principal. Se encargó de tareas administrativas, políticas y militares y promovió la participación activa de las mujeres en la lucha.

Tras la derrota de la sublevación, ella, su esposo y uno de sus hijos fueron capturados por los españoles.

La ejecución de Túpac más o menos la conocemos, aunque erróneamente. No fue descuartizado por cuatro caballos que fueron atados a sus brazos y piernas, como nos decían aquellos libros de historia. Lo intentaron, pero no les resultó.

Fue el 18 de mayo de 1781, en la Plaza de Armas del Cusco. Micaela fue obligada a presenciar la ejecución de su hijo antes de ser ella misma asesinada de manera brutal. Le cortaron la lengua, la estrangularon con lazos al cuello y su cuerpo fue golpeado hasta la muerte. Su esposo, finalmente fue descuartizado a hachazos y las partes de su cuerpo, diseminadas por distintas regiones del Virreinato del Perú, a manera de escarmiento.

En el coqueto barrio de Puerto Madero en Buenos Aires, hay un parque que rinde honor a Micaela Bastidas.

“Y esto está bien”, me digo, mientras sigo leyendo.

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