-Las mujeres no entienden nada del amor.

Que me lo diga un hombre de unos 50 años significa que cuando llegue la explicación será un muestrario de lugares comunes, costumbristas, que atrasan décadas. Un canto al patriarcado, dirían algunas de mis amigas. Un machirulaje, otras.

Haciendo un resumen de lo que me contó, tras esa frase que hasta a mí –forjado en la fragua de un machismo sin contemplaciones- me sonó extraña, la cosa es así: llega una hora de la noche en la que el tipo tiene sueño y por consiguiente cuando se queda un rato quieto, callado y cómodo, se duerme. Pero no se va a dormir, como haría cualquiera. Al tipo no le gusta; no se siente bien con esa nueva costumbre suya (me confesó a regañadientes que le viene ocurriendo hace algunos meses) de quedarse sin batería temprano.

Ante esta situación, no le quedan muchas opciones: dormir una siesta para no llegar tan cansado a la noche, hacer algo más activo de manera tal de poder permanecer despierto un rato más o asumirse.

Dice que no tiene tiempo para la siesta ni ganas para estar dando vueltas a las diez y media de la noche. No le queda más remedio que aceptar que el sueño se le precipita en un horario en el que antes, “la noche estaba en pañales”.

¿Qué tiene que ver la mujer en todo esto? El tipo está casado. Integra un matrimonio que ya superó las dos décadas de existencia y que se ha mantenido a flote luego de algunas tempestades y ventoleras. Y promete seguir superándolas.

Como suele suceder en las parejas con una dilatada convivencia, las rutinas se van creando tácitamente, con algunos acuerdos que no necesitan de firmas ni promesas. El desayuno compartido, el reparto de las tareas del hogar, las salidas los fines de semana, los viajes en determinadas épocas del año, el disfrute de compartir los gustos en común. Por ejemplo, el cine y, en la era de las plataformas, las series.

Como el único hijo ya no vive con ellos, el hogar se ha convertido nuevamente en el reino exclusivo de la pareja. De una pareja formada a fines del siglo pasado. Por ende, en ese reino el televisor –grandote, moderno, inteligente- ocupa un lugar de privilegio, frente a un sillón cómodo, de tres cuerpos y a una mesita ratona donde apoyar el café, el té o la copa. Y los pies.

La rutina de un tiempo a esta parte consiste en terminar de cenar, dejar los platos sobre la mesada para lavar al otro día, sentarse en el sillón y ver una película o, mejor aún, la serie previamente convenida. Uno o dos capítulos, no más.

Pero el tipo se duerme. Calentito, cómodo, con un par de copas de vino encima, va cayendo inexorablemente en esa comarca que precede anticipa el sueño, en la que su cuerpo y su mente ya no le responden. Salvo un único sentido: el oído.

-Te estás durmiendo, Gustavo.

Ese muchacho que en su paso por la universidad supo pasarse dos noches enteras sin dormir para rendir un examen, el que en una noche de juerga pasaba de largo el descanso y se iba a trabajar luego de cambiarse y lavarse la cara, el que se quedaba hasta las cuatro o cinco hablando de amor, de poesía o de bueyes perdidos, llega las once menos cuarto y empieza a quedar frito.

-No, qué decís.

-Que me pareció que te habías quedado dormido.

-Ah, no. Estoy mirando.

-Por la respiración, decía.

-No, te habrá parecido.

Quizás ese sea el momento no ya de levantar campamento, decir hasta mañana y derrumbarse en la cama, pero sí de ir a preparar un té, por qué no un café que también ayudará al asunto, de ir al baño y refrescarse la cara con agua fría. De torcer el destino.

Pero no. Esa sola señal de alerta –la de la esposa- le habrá de bastar para mantenerse despierto sin perder detalle del capítulo en cuestión. Ni dar el brazo a torcer, ya que con el destino no se puede.

-¿Querés que vayamos a dormir y la seguimos mañana?

-¿Qué cosa?

-La serie, Gustavo. Te volviste a dormir.

-Pero si serás… No me ves que tengo los ojos abiertos.

-Te conozco por la respiración, hace años que te oigo respirar todas las noches, Gustavo.

-Pero qué queres, ¿que no respire? ¿eh? ¿Querés que te cuente lo último que dijo la chica?

-No, está bien. Yo digo porque a lo mejor estás haciendo un esfuerzo para quedarte conmigo a ver el capítulo. Pero no pasa nada. Andá a dormir vos y mañana te lo cuento o si querés, nos vamos a dormir los dos y lo seguimos mañana.

-Pero no mujer. Dale, poné play.

Y así…

¿Pero qué tiene que ver el amor con esto? O mejor dicho, ¿qué tiene que ver con que las mujeres no entiendan nada del amor? Hipótesis con la que comenzó nuestra charla. Me lo explica –o trata- él mismo:

-Me filmó.

-¿Qué te filmó?

-A mí, con el celular. Durmiendo. O mejor dicho, cuando estaba empezando a dar cabezazos.

-O sea, estabas durmiendo, porque si no te hubieras dado cuenta de que te estaba filmando.

-No sé. No importa. Me filmó durmiendo solo para ganar una discusión.

-¿Qué discusión?

-La que ella decía que yo me había dormido y yo se lo negaba.

-Pero ella tenía razón.

-No importa si tenía razón. Las parejas son así. Ella dice que sí, yo que no y la cosa puede seguir normalmente su curso. Debe seguirlo. No estamos hablando de algo serio, grave, de vender la casa, de que ya no nos queremos, de que hay un tercero o una tercera en discordia. El amor tiene sus secretos, que van más allá de la verdad, de lo palpable, de lo científicamente comprobable. Es un misterio… ¡Y me filmó! Rompió un mito, destruyó la magia, despanzurró la galera para ver de dónde salía el conejo… ¿Me entendés?

-No.

-Que de ahora en adelante, cuando estemos mirando una serie y yo empiece a cabecear, me voy a tener que ir a dormir. Calladito y sin chistar…

-Y sí.

-Pero el amor es, ante todo, que yo me quede dormido ahí, con ella. Incluso asegurando que estoy despierto.

-Bueno, pero hacelo entonces. Quedate a dormir ahí y después se van a la cama juntos. ¿Cuál es el problema?

-Que me vi.

-¿Cómo te viste?

-En el video, me vi. Un tipo, con la cabeza caída, como medio descogotado, roncando. Porque ella me decía que yo respiraba distinto, pero en realidad estoy roncando. Y ya no hay marcha atrás con eso. ¿Vos te viste durmiendo alguna vez?

-No. No tengo la suerte de que me filmen.

-Agradecé al cielo. Porque si vos te pensás durmiendo, te imaginás a un actor de cine, de unos treintipico de años, con la cabeza apoyada en la almohada, respirando normalmente, que se despierta, se acomoda el jopo, mira la hora y se levanta. Bueno, te cuento que la realidad no es así. Sos un bodoque, despeinado, con los brazos apoyados en la panza y la boca semiabierta, roncando como un escuerzo ya grande. Me vi con los ojos de un tercero. Y lo que es peor: me vi como ella me ve.

-Pero ella no te debe ver como a un bodoque, digo. Están juntos, la pasan bien, sos el compañero de su vida… qué se yo.

-No entendés nada: rompió el encanto. El príncipe volvió a ser sapo. Todo por ganar una discusión sin sentido.

-No seas exagerado. Vas a ver que la próxima vez que vean el video se van a reír juntos.

-Se lo hice borrar. Bah, le hice prometer que lo iba a borrar.

-Ah: un tirano. ¿Y qué te dijo?

-Que sí. Pero yo sé que no lo va a hacer. Y no importa. Porque yo mantengo los códigos, atesoro el zapatito de cristal, apuesto a la magia.

-Andá, Copperfield. Y decime, ¿qué serie están viendo?

-Trapped.

-Ah. ¿Qué onda?

-Me parece medio embole. Pero no estoy entendiendo mucho la trama… se me pasan algunas cosas.

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