Y de repente un fogonazo se encendía detrás del ventiluz que estaba por encima de la mesada y casi al instante, un ruido profundo hacía temblar los mosaicos del piso. De inmediato, las primeras gotas –gordas y de a puñados- estallaban contra el techo de chapa.

Las lluvias de verano en la casa de mi abuela eran una fiesta. Sobre todo en esos primeros momentos, cuando el cielo amenazaba con venirse abajo y no había tiempo que perder.

-Vamos, m´hijo –decía sin tutearme, que era una de las formas más sublimes de sentirme querido-. Ayúdeme a juntar la ropa.

Y yo saltaba esos tres escalones que iban de la puerta de la cocina al patio. El viento me golpeaba la cara y la lluvia me castigaba los hombros y los brazos. Tan grande era mi sonrisa que de tanto en tanto podía saborear las gotas que se me colaban. El cielo sabía a eso: a tierra, a viento, a emoción.

Mi abuela bajaba el palo que sostenía el cordel y comenzaba a luchar con las sábanas que se empecinaban con remontar vuelo. Yo daba saltos y me colgaba de un repasador o la camisa de alguno de mis tíos. Los broches de madera salían disparados y caían sin ruido, en la tierra o el pasto. Algunos se desarmaban en el aire y yo los veía volar su último vuelo.

-Así no, Marquitos. Venga, mejor vaya teniendo.

Y ella me daba las sábanas dobladas a las apuradas, los toallones gordos, las medias que amenazaban con perderse. Yo corría a su alrededor, dándole vueltas y riendo, mientras la miraba. Sabía que detrás de sus ojos entornados por los remolinos de agua y tierra, también había una satisfacción. Creo que ella también disfrutaba ese momento.

Sin saberlo, ambos participábamos del ritual de la lluvia. Sin pedidos, sin promesas, sin dioses ni sacrificios. Una danza de entrecasa, pero no por eso menos mística y celestial.

Cuando ya no quedaba nada en el cordel, corríamos a guarecernos.

Mientras respiraba agitado por la risa y las corridas, mi abuela tomaba el toallón que había quedado entre mis manos y me secaba el pelo y la cara. Despacio, siguiendo con sus manos cada rasgo.

-Mire si encima se resfría y cuando venga su mamá lo encuentra con fiebre.

-No te preocupes, abuela. Ahora nos tomamos un té calentito.

-Sí, m´hijito. Ahora pongo la pava.

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