Pajaritos

Aquel verano de mis diez años en Mar del Plata yo deseaba que mi primo Daniel me invitara a su casa. En veranos anteriores lo hacía de vez en cuando y siempre la pasaba bárbaro. Vivía, junto a mis tíos, en una zona por entonces casi despoblada, para el lado de la Ruta 2 y para mí era como ir al campo, cosa que no me divertía demasiado, pero mi tía me atendía como a un visitante ilustre: cocinaba lo que yo quería, preparaba jugos de frutas y licuados, no me obligaba a bañarme a la tarde.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailMi primo era –y lo sigue siendo- dos años más grande que yo, lo que de por sí me imponía cierto respeto. Además, como se había criado ahí, medio salvaje, era ágil para treparse a los árboles, hábil con la gomera y le pegaba a la pelota como una mula; no era un exquisito, pero en los picados con los otros pibes del barrio, cada vez que había un tiro libre le pegaba él y si de casualidad le embocaba al arco era gol seguro. Además, siempre salía en mi auxilio cada vez que alguien me ponía pierna fuerte.
El asunto es que aquel verano el padre le había regalado un rifle de aire comprimido. Ni bien llegué el primer día que fui a visitarlo me lo mostró orgulloso: “mirá, es 5 y medio. ¿Querés que vayamos al fondo a jugar a pegarle una lata?”.