Cuando fui más joven (si es que eso fue un tiempo, un lugar o meramente un sueño) solía adentrarme en lugares propicios en búsqueda de verdades. O de razonamientos o de puntas de un ovillo en situaciones que se me presentaban enredadas.

Algunos libros que guardaba mi viejo, también sus discos o personajes a quienes él consideraba inteligentes, se convirtieron en fuente de consulta en mi infancia y primera adolescencia.

Las consultas no eran estrictas, ya que ni libros ni discos ni personajes respondían mis preguntas sino otras, que a mí ni siquiera se me habían ocurrido. Pero igual me venían fenómeno en eso de constituirme en el “ser pensante” que por entonces pretendía ser.