Renuncias

La tarde en que Bernardino Rivadavia redactó su renuncia, Buenos Aires olía como siempre a barro, pero también a pólvora vieja y a papeles inútiles. Era junio de 1827, 27 de junio, y la Patria, esa palabra tan reciente, tan indefensa aún en boca de los hombres, se escurría como agua turbia entre los dedos del poder. Como el agua de una Buenos Aires colonial y todavía con pasado pantanoso.
Recibí las noticias en tu email
Accedé a las últimas noticias desde tu emailSentado tras un escritorio de madera importada, en una casa que no era palacio ni refugio, Rivadavia se encontraba solo. O no tanto: lo acompañaban sus demonios y una pluma, esa otra espada que había blandido durante años creyéndose estadista de un nuevo mundo. Afuera, el pueblo murmuraba, los caudillos soñaban venganzas y las provincias —esas prima hermanas ignoradas y desobedientes— ya no respondían a su llamado.
No había llegado por clamor popular sino por necesidad de orden, y ahora se marchaba como se retiran los derrotados que aún no comprenden bien de dónde vino el cascotazo, de qué lado apareció la derrota. Había sido ministro de nuestro conocido Martín Rodríguez. Con ese cargo también pasó a la historia al haber contraído la primera deuda externa, con la Baring Brothers.