Me ocurrió uno de estos últimos días de lluvias intermitentes.

Está raro el tiempo: de repente se larga un aguacero despiadado, con viento y cielo presagiante de tormenta interminable. Al rato para y sale el sol. Y una hora más tarde, de nuevo el apocalipsis.

La cuestión es que para quienes usamos anteojos, la lluvia es una complicación. Todavía no he tomado una decisión definitiva: a veces me los saco y los llevo en la mano; otras, los guardo en el bolsillo; también me pasa de no sacármelos o levantarlos y apoyarlos en la cabeza. Ninguna me convence del todo.

El otro día había decidido sacármelos y andar las seis o siete cuadras que me quedaban en la penumbra astigmática e hipermétropa. Es decir, viendo el mundo a grandes trazos: no me iba a pisar un auto porque lo veo. Y si por alguna desgracia igual me pisaba, no iba a saber la marca.

No es la primera vez que ando caminando sin anteojos. Y me pasa seguido que dudo de lo que veo. Por ejemplo, aquello que en un primer momento me parece un perro durmiendo, al cabo de cierto acortamiento de la distancia se me configura como una bolsa de consorcio. Finalmente, puede que sea una sombra. O una mancha de aceite en el pavimento.

Por caso, el otro día, me pareció ver en el cordón de vereda, junto a una camioneta estacionada, un maletín.

-Debe ser cualquier otra cosa-, me dije casi automáticamente. Y comencé a buscar mentalmente asociaciones: una caja de cartón, un trapo tirado, basura acumulada que quedó con forma rectangular.

-No, che. Es un maletín-, intenté convencerme. Y lo logré.

Automáticamente se me planteó una cuestión moral: si es un maletín, ¿qué hago?

-Abrirlo y ver si adentro hay un documento o algo que permita identificar a su dueño. Que posiblemente sea el conductor de la camioneta.

Respuesta correcta. Me felicité: el mundo ha hecho de mí una buena persona.

Al menos en primera instancia. Que no es la que cuenta, lo sabemos todos.

-¿Y si adentro tiene cien mil dólares? (no sé siquiera calcular cuánto espacio ocupan cien mil dólares).

Porque en las series y en las películas cada vez que un perejil como yo se encuentra un maletín adentro hay un dineral. Mal habido, obviamente.

Y otra vez me salió el alumno aplicado: “hacés lo mismo: revisás para ver si encontrás algo que te lleve a su dueño”. “O de última, te quedás esperando hasta que aparezca el tipo de la camioneta. Que va a tener cara de desesperado”.

Pero son cien mil dólares. Nadie puede olvidarse o dejar caer sin darse cuenta un maletín con cien mil dólares. Una vez fui al banco a retirar 400 mil pesos de hoy, ponele, y me aferré a la mochila como si llevara una ojiva nuclear.

-¿Adónde vamos con ese razonamiento?

-Que si al tipo se le cayó el maletín o se lo olvidó mientras se ataba los cordones, por ejemplo, es porque no le interesa esa guita.

-¿A quién no le van a interesar 100 mil dólares?

-¿A vos te interesan?

-Obvio que sí.

-Entonces agarrás el maletín, y seguís caminando como si nada. Das vuelta la esquina, hacés una cuadra y arrancás a correr hasta perderte más allá del horizonte.

-¿Y si hay cámaras de seguridad?

-Subite la capucha.

-¿Y si me persigue alguien?

-Revoleás el maletín y corrés más fuerte.

-Pero viste lo que pasa en la película “Un plan sencillo”. O “Sin lugar para los débiles”.

-Eso es Hollywood.

-¿Y si es una broma para Videomach?

-No dan más Videomach. Dejá de pensar pavadas y pensá lo que podés hacer con 100 mil dólares…

Debo reconocer: me vendrían muy bien cien mil dólares. O diez mil. Incluso, mil. No despreciaría cien.

Me subí la capucha y me puse los lentes.

Lo dicho: no hay que hacer caso de las primeras impresiones. Era una caja de cartón.

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