Cierta vez mi amigo El Gordo, en uno de sus estados de pico antisocial me dijo que hay momentos que necesitan de lugares propicios. Yo le estaba hablando de las ganas de tomarme unas regias vacaciones y pensé que él también.

Pero no: él lo hacía en otro sentido. O si se quiere, también unas vacaciones pero no en el concepto que tenemos mayoritariamente incorporado. Esto es, dos semanas en un lugar turístico más o menos colmado, sin trabajar y tomando cerveza desde el atardecer.

Lo suyo era algo así como un descanso. Y creo que fue en esa misma ocasión o tal vez en otra, en la que pudo definir ese lugar que estaba necesitando: un muelle.

No pude retener ninguna de las palabras que me dijo en ese momento y es una verdadera lástima porque hay veces –y ahora me pregunto si no son demasiadas esas veces- en que encuentra la manera sencilla de definir situaciones. Una tarea que a algunos nos cuestan párrafos y párrafos.

Como sea, de aquella conversación me quedó la idea de un muelle. Y de esa misma charla o de la otra, la necesidad de encontrar un lugar para este momento.

Concretamente, hablo del final de la campaña electoral. No sé si es por coyuntura, por la edad, por el avance de los medios y las redes sociales, pero tengo la sensación –y debería pensarlo mejor, pero estoy seguro de que hasta encontraría fundamentos racionales- de que las campañas se tornan cada vez más largas e intensas.

Debería recurrir a los archivos para confirmar que esta comenzó allá por febrero, cuando empezaron a insinuarse las candidaturas. Son nueve meses –un período sugestivo en términos vivenciales-, lo cual ya es mucho. Pero hay tiempos que no solo se rigen por los calendarios ni los cronómetros. A lo que voy: parece que fuera un año, dos, una década, que estamos sumergidos en este proceso.

Creo que es un exceso, una exageración, una saturación a la que se expone en principio a la ciudadanía, pero también a los espacios políticos, a la militancia y hasta a los propios candidatos. Iba a decir también a los periodistas; pero algunos de ellos somos también responsables de este vértigo. Es descabellado someter al cuerpo, a la mente, al espíritu a semejante trajín durante tanto tiempo.

La veda electoral, que comenzó ayer a la mañana, fue concebida con esa intención. La de darle un respiro al electorado. Un tiempo prudencial –suponiendo que 48 horas llevan consigo algo de prudencia- para confirmar, rever, cambiar. Madurar su inminente elección. Cesar por dos días el murmullo o el grito proselitista.

Hoy está limitada a que no se publique propaganda en los medios tradicionales ni en la vía pública y a que los candidatos y los espacios se abstengan de realizar actos públicos.

Pero la campaña continúa por esa vía inmanejable, caótica, furiosa y demencial que son las redes. De las que no es tan fácil escapar.

Es entonces que me digo –así como mi amigo El Gordo y siendo yo también un tipo al que le fascina la política- que necesito un muelle. Un tiempo, claro –estos dos días, supongamos-, pero sobre todo un lugar.

Y un muelle es un paréntesis, un entreguionado, una pequeña porción de suelo firme sobre un océano, una laguna, un río, lo que sea. Un lugar tan diminuto en la inmensidad en el que solo se puede permanecer sentado o de pie. Donde no hay lugar físico para la prisa ni los empujones ni las marchas o contramarchas ni las aglomeraciones ni las palmadas o apretones de mano. Un muelle es un respiro en la tarde.

Quizás sea la edad, pero a esta altura que no sé si es crepuscular pero sí sé que ya no es mediodía, necesito un muelle.

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Un muelle