Hay sanas costumbres que mantengo de pequeño (como también las hay de las otras). Persisto en ellas no sin cierto disimulo, habida cuenta de que un tipo que ha llegado a la madurez pero aún no a la impunidad de la vejez, más que mal visto por sus vecinos, transita por los bordes de lo patológico.

No soy de los que tocan timbre y salen corriendo, aunque más de una vez me veo tentado.

Patear toronjas por calle Yrigoyen me resulta irresistible. Y es entonces que busco estrategias para disimular y que los ocasionales transeúntes no se burlen de mí.

Por ejemplo, cuando voy a patear miro para otro lado (a lo ´no look´de Ronaldinho), de manera que si alguien me viene a decir algo, puedo esgrimir que me llevé la toronja por delante.

Hay, no obstante, un ejercicio que me gustaría hacer más seguido y que por el famoso qué dirán, las más de las veces me quedo con las ganas.

Consiste en caminar haciendo equilibrio sobre los pequeños paredoncitos que protegen los cada vez más escasos jardines de las cada vez más escasas casas tipos chalecitos.

Mi hijo más chico ya no está en edad de hacerlo más, de manera que he perdido la oportunidad de “enseñarle”.

Recurro entonces, bajo ciertos artilugios de simulación, a caminar por el cordón de la vereda, que es lo más parecido a hacer equilibrio.

Arte, deporte o disciplina en la que me inicié de bien pequeño.

En aquellos años, el cordón de la vereda constituía un desafío, tanto por su extensión como por las alternativas que se iban presentando en el camino (las peligrosas bajaditas para los autos, la raíz de un árbol, un poste de luz y el charco de agua que se formaba en la cuneta.

A medida que fui creciendo, me hice un experto; transitaba por el filo del cordón como si dispusiera de todo el ancho de la vereda. Con el tiempo, le fui agregando dificultades a la práctica. Caminar sin mirar hacia abajo, desplazarme saltando en una sola pierna, andar para atrás, hacer equilibrio con los ojos cerrados, etcétera.

Fue por aquel tiempo que crucé abismos insondables, caminé por cornisas de edificios espigados, atravesé puentes colgantes. Sólo había que cerrar los ojos y concentrarse: la adrenalina (que por entonces no sabíamos que se llamaba adrenalina) venía sola. Y todo esto, en la cuadra de mi casa.

No recuerdo haberme precipitado al vacío ni una sola vez.

Ya de grande, vértigo mediante y a prudencial distancia de algún mínimo precipicio o modesto barranco que se me presente, me he preguntado por qué si alguna vez imaginé estar al borde de un abismo con sólo cerrar los ojos, ahora no podía hacer lo mismo (es decir, asomarme al vacío) e imaginarme que estoy ante el cordón de la vereda de mi infancia.

No sé qué responderme. Pero intuyo que la vida es un poco más complicada que la propiedad simétrica de las circunstancias.

Recurro al ejemplo de los cuadernos escolares: Si A es igual a B; B (por lo general) no es igual a A.

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