El hombre parece dispuesto a vencer el precepto que aconseja no buscar desafíos ahí donde la estadística le deja una chance en diez mil.

-Quizás antes de mí hubo 9.999 intentos- se dice y pone en marcha la máquina.

Y a esta altura conviene dejar aclarado que lo suyo no es capricho ni temeridad; su acto a todas luces a contramano de lo aconsejable no es producto de una testarudez indómita. Junto a él está su hija, de cuatro o cinco años.

Fue ella la que cuando pasó junto a la máquina infernal dada en llamar expendedora de juguetes, le dijo ´papá, quiero ese zorrito…´

No le dijo que se lo comprara, como tantas otras cosas que se ocurren cada vez que pasa por una vidriera. Tampoco fue una exigencia. Al menos no para el padre. Para él fue un desafío; una prueba más de que un hombre ante su hija de tanto en tanto debe probarse el traje de superhéroe y salir airoso.

Antes de maniobrar la garra traicionera, hace un cálculo de distancias, pesos, tiempos. El zorrito se hace el desentendido detrás del vidrio, quizás cómplice también de este negocio impiadoso.

Sus cálculos son certeros: la garra cae perfecta y cierra sus dedos débiles sobre el peluche casi anaranjado. Lo levanta -lo alcanza a levantar, contra mi propio pronóstico que aseguraba que ni siquiera iba a llegar a eso-, apenas un segundo, dos. Ni bien emprende el camino de regreso, zorrito se deja caer.

-Ay, pa.... Casi casi. La próxima vez te va a salir.

Papá, superman de capa caída, no puede resistirse. No hay hombre ni superhombre que ante semejante estímulo esté dispuesto a emprender la retirada.

Va por su segundo intento.

Esta vez sí se cumple mi pronóstico: Zorrito no despega ni medio centímetro. La garra sube vacía, inconsistente, traicionera.

-Ufa, pa...

-La tercera es la vencida, hija.

Se acomoda la capa, cierra el puño y toma carrera como para levantar vuelo.

Producto de los nervios, de la presión, del peso implacable de las estadísticas que hace un rato nomás intentó desconocer, los dedos anémicos de la garra apenas rozan al animalito de ojos vivaces.

Superman, ya despeinado, con la capa hecha un nudo y con la "S" medio borroneada, vuelve a llevar su mano al bolsillo trasero del pantalón en busca de dinero.

-No, pa. Dejá. Parece que el zorrito se quiere quedar con sus amigos. Dejá. Vamos...

El papá -ya definitivamente reconvertido en hombre- alza a la nena en brazos, le besa la frente y le sonríe con una de esas sonrisas que ella no va a olvidar nunca.

-Tenés razón, hija. Que se quede contento con sus amigos.

Allí donde la lógica del mercado impone sus estadísticas tramposas, sus ilusiones falaces, su miseria de caja registradora, allí surge la verdadera magia de los superpoderes. En este caso, la nena de cinco años se hizo invencible.

Nadie va a poder con ella. Ni con su héroe.

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Zorrito