Déjà vu
Cuando un hecho novedoso nos asalta pero a su vez, nos retrotrae a pensar que de alguna manera ya lo experimentamos, solemos utilizar un galicismo que se aplica a la hora de describir la sensación: esto es un déjà vu, decimos.
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La percepción, nos ubica en ese instante, en tiempo y espacio y nos inclina a creer que hemos vivido ese momento o al menos, algo casi idéntico. Dudamos si fuimos protagonistas, si lo soñamos, o si nuestra mente nos está jugando una confusa artimaña.
Las imágenes que llegaron a través de los medios masivos de comunicación tras lo acontecido dentro y fuera del Congreso Nacional por la sesión del Presupuesto, me instalaron en esa especie de paramnesia. Esto ya lo ví, hace pocos meses, hace unos años pero de seguro ocurrió.
Encapuchados, fuerzas policiales, morteros, lluvia de piedras, camiones hidrantes, focos ígneos diseminados entre contenedores de basura y espacios públicos, ofrecieron un triste espectáculo que se instaló en la retina generando el mismo escozor que provocó el gas diseminado en el paisaje.
Una batalla campal, con todos los ribetes que ofrecían las luchas del Medioevo. De un lado soldados que vaya uno a saber, a qué causa responden, se replegaban escudados por todo tipo de armas caseras: tuercas, baldosas, gomeras, bombas, cañones prefabricados.
Enfrente, el ejército del orden que avanzaba repeliendo el ataque y buscaba contener la anarquía propia de quienes metódicamente se muestran antisistema, de quienes como un animal herido, tratan de defender sus últimos minutos de agonía con zarpazos a diestra y siniestra.
Pero esta provocación lejos de ser repudiada en la caja de resonancia del Parlamento, sonaba más fuerte entre alguno de aquellos que sustentados en la representatividad otorgada por el pueblo, aprovecharon su investidura y fertilizaron la insurrección.
Como vallas de carne y hueso, un grupo de diputados opositores intentó casi inmolar sus principios en defensa de un cúmulo de alborotadores que se sirvieron de los bienes públicos para enfundar su agresión y socavar a martillazos el pilar de la institucionalidad.
Otros, lejos de poner paños fríos al combate que se daba puertas afuera buscaron imponer sus argumentos con relatos enmarañados, bajezas discursivas, paroxismos y como buenos guerreros medievales, condujeron la rivalidad a la lucha cuerpo a cuerpo.
Trasladaron el humor exterior al recinto y esgrimieron toda clases de conceptos que golpearon como piedras y palos. Afinaron sus exposiciones en perfecta sintonía con la ebullición callejera. Fogonearon una demanda que solo conoce de destrucción y caos.
Ambos actores en paralelo, lograron impregnar a la sociedad en su conjunto con el olor que emana de un orden social que se va descomponiendo y cuyo aval está dado por quienes fueron elegidos para velar por su integridad.
Estos lamentables episodios, revelan que transitamos por el sinuoso camino de la incivilización y que cada vez que de deliberar se trata, se hacen latentes denostando toda herramienta de debate como forma única de conseguir consensos.
Lo preocupante más allá de naturalizar la insurrección, es percibir que no se trata de implementar esta modalidad de protesta por no estar de acuerdo con una u otra ponencia, sino que se busque, violencia mediante, prohibir que estas posturas finalmente se expongan.
Lo acontecido fue sin duda un déjà vu que otra vez nos instala en la historia reciente pero que también nos invita a no ser impasibles y a no incurrir en la lógica de la posmoralidad porque indefectiblemente, necesitamos defender con la palabra por decir, la palabra que está escrita.