Onda expansiva
Lejos de las medidas de fuerza que suelen llevar a cabo los gremios docentes y que han dejado sin jornada escolar a muchos estudiantes de la provincia, una triste epidemia que se esparció en establecimientos públicos y privados de la ciudad, logró alterar el normal dictado de clases.
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En pocos días, casi una treintena de amenazas de bombas lograron poner el marcha el protocolo de evacuación que cada escuela posee a fin de vaciar las aulas ante la posibilidad de que un artefacto explosivo, arremeta contra la humanidad de los concurrentes.
Expresiones de fastidio, gestos de preocupación, mochilas, delantales y uniformes lograron cambiar el paisaje de los espacios públicos que sirvieron de refugio para las distintas comunidades educativas que transcurrieron a la espera de la pesquisa pertinente.
Cada caso, afortunadamente, se trató de una falsa alarma aunque no por ello dejó de encender otras alertas.
La sumatoria de estos eventos conducen a pensar que, más allá de ser una advertencia de algún adolescente que busca zafar de un exámen o de una jornada de clases, no se logra dimensionar la problemática de fondo: el desprecio que se tiene hacia la escuela como institución competente en el proceso educador.
La irreverencia hacia la autoridad, escolar o parental, es sin duda un de los ejes que queda en el epicentro del debate en el que confluyen una madeja de opiniones y que encuentran coincidencia en ubicar a la familia, núcleo primigenio, como la punta del ovillo de esa carencia.
Pero ¿cuándo nos fuimos al otro extremo? Muchos de los que veían a los profesores como semi dioses no tuvieron que aprender a fuerza de látigo que en el aula, el docente manda y que su palabra goza de cierta santificación aunque pueda ser cuestionada. Otros, han recibido algún correctivo y esto no los transformó en personas deleznables.
Hoy el estereotipo es otro. Como padres preferimos ser laxos, elegimos ser ´progres´ y nos olvidamos que al tratar de emparejar nuestra imagen con la de nuestros vástagos, los estamos privando de tener un modelo de referencia donde la potestad de los límites se hace difusa y los valores, se levantan como finas estructuras que podemos remodelar a gusto y placer.
Buscamos ser sus amigos, sus compinches, y nos relajamos pensando que en esta convivencia nadie ejerce el rol de adulto y así evitamos el nivel de conflictividad. Dejamos librado al ámbito escolar la capacidad de educarlos en principios y emociones porque estamos muy ocupados o porque no nos calza bien el traje de mando.
Se hace difícil esperar entonces que un jóven demuestre consideración hacia un docente, un directivo o hacia sus pares, si en el seno del hogar no se sentaron las bases para que germine el respeto y la tolerancia y para entender que quien sustenta la autoridad, no hace más que ejercer la responsabilidad de cuidar el orden establecido. Es como si cada amenaza, quisiera dinamitar todo esto.
Tal vez la réplica de estos hechos no hagan más que revelar que, en efecto, la bomba ya explotó y que todas estas muestras de insurrección no sean más que las esquirlas de aquella detonación.
Sabotear la posibilidad de acudir a la escuela o de subestimar la autoridad dentro de ella, es quedarse afuera. Es ver a esta herramienta fundamental como parte del problema y no de la solución. Es crear barricadas en un camino que a todos nos iguala en oportunidades aunque haya que trabajar por y para ellas. Es probablemente, seguir activando artefactos que tarde o temprano terminarán por explotar en nuestras manos.
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