Por quién doblan las campanas
Cuando Hemingway inmortalizó en el título de su novela ‘Por quién doblan las campanas’ la frase del poeta inglés John Donne, plasmó en el relato la parte más oscura de la humanidad sumida en tiempos de guerra pero también reveló el costado que nos hace vulnerables en tanto iguales.
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La inspirada cita nos introduce en la profundidad de entendernos como individuos funcionales a un conjunto y en el que cada ser, es pieza fundamental de un encastre donde, si una parte se ve afectada, altera todo e viceversa.
Tal vez este pensamiento sea algo abstracto pero llevado al llano, se carga de pragmatismo. Para decirlo de otra manera, cuando una comunidad se enfrenta a la dinámica desquiciante que muchas veces imprime el reclamo callejero, la maquinaria social se descalibra.
Durante esta semana aconteció de todo. Protestas, toma de organismos públicos, cortes de ruta. Todo esto pasó en Tandil. En nuestro pago chico, que ve con ojos aprensivos que un tornillo de este mecanismo se muestra disfuncional y viene por sobre todas las cosas, a sabotear el orden establecido.
Un orden que no es caprichoso o autoimpuesto. Un orden, que ha sido consensuado por quienes nos representan y se ampara en el mandato irrefutable que sistematiza la norma. O vivimos y actuamos bajo los parámetros de la ley, o estamos fuera de ella.
¿Cómo puede ser que un grupo minúsculo de manifestantes haya decidido que sus demandas debían ser escuchadas en un tono más alto que la voz de nuestros derechos?. ¿Qué herramientas desplegamos ante estos actos desmedidos que nos asaltan y desarmonizan?.
Internamente la protesta sectorial nos genera incomodidad porque hace tambalear nuestro status quo. Nos confunde, nos enfurece y nos embarulla tratando de entender cómo una pequeña congregación de personas, imbuidas en los principios de su doctrina, prohíbe el paso de miles que hasta podrían comulgar con esta ideología.
Gran parte de las demandas que encauzan las organizaciones sociales, se basan en la creencia de que el Estado está obligado a proveer y dar respuesta inmediata a las peticiones sin importar cómo lo haga y en medio de este requerimiento, no dudan en exigir sus derechos lesionando el de los demás.
Se hace imposible ser condescendientes, pasivos, cuando el clamor llega embanderado por una facción cuasi marginal que altera nuestra rutina, restringe nuestro permiso para circular o no nos permite asistir a un espacio bloqueado por la protesta.
Y no se trata de apatía o insensibilidad. Se trata, muchas veces, de entender que cuando una demanda menor choca de frente contra los valores de la mayoría, abandona todo sesgo de permisividad. Nos mostramos impiadosos, perdemos la mansedumbre y nos frustramos ante la imposibilidad de reacción.
Nos abraza una sensación de indefensión a punto tal que vemos la imperiosa necesidad de que se restablezca la paz social porque nos corresponde. Y es allí, donde otro debate se hace lugar. El de quienes creen que la fuerzas del orden deberían actuar y quienes sostienen que la injerencia de la autoridad opera como agente represor.
Los cortes, las tomas y la desobediencia en general ejecutan un tañido disonante que quebranta y deslegitima su accionar. Se manifiestan dentro de cada pieza de este mecanismo social como una pústula que necesita ser disecada con la fuerza de la ley.
Creo que el que no entienda esto, no podrá jamás adscribirse dentro de los límites de este artilugio que motoriza el normal funcionamiento de una sociedad que decidió hace ya mucho tiempo, organizarse y vivir bajo un Estado de Derecho.