Vademécum moral
Cada vez que la tragedia nos toca el alma, la reflexión se hace presente.
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No siempre nuestras cavilaciones están acompañadas de opiniones atinadas, como puede ser o no esta, pero sí muchas veces arribamos a conclusiones inexactas por sentirnos parte de la solución con un análisis sesgado tras sobrevolar el conflicto.
Nos basamos en expresiones que escuchamos, que inferimos y nos adueñamos de comentarios que discurren y que cargamos de ingredientes subjetivos que sostenemos y replicamos como verosímiles.
Sin duda, el caso Romanela, nos pone en ese lugar. La joven que hace pocos días falleció en un accidente abrió una herida irreparable en la vida de aquellos que la conocieron y amaron y nos deja como sociedad un vacío inexplicable que tratamos de interpretar y transmitir sin medir en algunos casos la forma.
No vacilamos en sentenciar con palabras lanzadas con fuerza de verdad. Juzgamos y condenamos sin esperar que el debido proceso acredite lo acontecido.
Precisamente, y más allá de este lamentable suceso, esta reflexión busca detenerse en el hecho que revela que una situación evitable, terminó siendo irreversible.
Gran parte de los accidentes de tránsito, se debe al error humano y la mayoría de ellos, se da por incumplimiento de la ley o de las normas establecidas. Actuamos de manera desaprensiva y en este accionar, se escurre la vida ajena como la propia.
Por definición, la palabra ‘accidente’ hace referencia a un suceso que se da de manera imprevista y altera el curso normal de las cosas pero en este caso, como en tantos otros, la tragedia pudo no ser tal si solo se hubiera actuado como la ley indica.
Ahora ¿por qué muchas conductas evidencian el desapego a la normativa?
La respuesta puede obtenerse seguramente con un análisis exhaustivo, por ejemplo, desde la psicología o la sociología que científicamente tratan de poner luz sobre la conducta humana donde la voluntad individual escapa a la imposición social a través del Estado.
Los datos en materia accidentológica muestran que las tragedias mayormente ocurren tras infringir la ley cualquiera sea su alcance.
Decidimos no usar cinturón de seguridad, circular a velocidades superiores a las permitidas, llevar un casco a manera decorativa o ubicarnos al volante con dos copas de más porque entendemos no alteran nuestros reflejos.
Cruzamos a mitad de cuadra, pasamos semáforos en rojo, doblamos en U, giramos a la izquierda en avenidas, estacionamos en doble fila, hablamos por celular mientras conducimos.
Hacemos todo mal, solo porque nuestra voluntad lo indica. Nos manejamos con nuestro vademécum de preceptos, de usos y costumbres sin medir las consecuencias de nuestras acciones amparadas en el raquitismo de los controles, aplicados por la autoridad que hemos dejado de respetar porque muchas veces se corrompe o hace la vista gorda.
Buscamos respuestas en los gobiernos, los nosocomios, en el desahogo del reclamo que cubre las calles de marchas y panfletos que invocan la necesidad de esclarecimiento y alivio.
Sentimos que el dolor avala conductas cuasi delictivas que no hacen más que desvanecer la legitimidad de la demanda.
Cada muerte queda archivada bajo un número que pasa a engrosar las estadísticas pero también acrecienta la anomia moral, impulsada por cada maniobra en la que nuestra ética opta por tomar la decisión contraria a lo reglado. Pura apatía.
Somos infalibles a la hora de juzgar pero incapaces de advertir que detrás de cada guarismo queda una vida trunca, una familia diezmada, angustias que se multiplican, interrogantes, impotencia y el vacío de lo irreparable.
Porque tenemos un Código al que no le caben más leyes y cuantas más se escriban, más tendremos para evadir y porque no hay jurisprudencia que indique cómo aplacar el dolor que no encuentra consuelo y que muchas veces trata de resarcir un acto de justicia. Tal vez de existir, nuestra voluntad individual aceptaría este orden impuesto como la única norma que elijamos no transgredir.
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