Como todos, de chico imaginaba que cuando fuera grande podía ser muchas cosas. Por supuesto, que ser jugador de fútbol siempre estuvo entre mis prioridades (lo sigue estando, para qué mentir). Pero también me pensé veterinario, policía, bombero, heladero, cantante, soldado, indio, cowboy, carpintero.

Esas proyecciones no incluían un cálculo de idoneidades. Es decir, no se me daba por pensar en mis limitaciones. Por ejemplo, siempre fui bastante patadura, sin embargo sabía que en algún momento me iba a llegar la habilidad, como una gracia, como un milagro o como resultado de un entrenamiento riguroso. Hasta que me convocaran de la primera de Boca Juniors.

Pero sabía que ser colectivero no estaba a mi alcance. Cuanto más los observaba más lo confirmaba: no era un trabajo para mí.

Ser colectivero implicaba una serie de destrezas que me resultaban inalcanzables en el momento y a futuro. La primera: manejar semejante armatoste sin llevarse nada por delante.

Además, parar en cada esquina justo al lado de la persona que iba a subir. Sin atropellarla. Y como si fuera poco, cortar boleto (cortarlo justito, ni más largo ni más corto), cobrar, dar el vuelto, acomodar las moneditas cada una en su lugar; saber el recorrido y recordar cuando un pasajero le pedía que le avisara en tal esquina.

En definitiva, el colectivero era una de las personas más importantes en mi mundo de infancia; como un astronauta de cabotaje. Y en algún sentido lo sigue siendo, en este universo adulto que habito.

Pero ante todo los clasifico como buena gente.

No debe haber circunstancia más grata de la cotidianidad que un colectivero amable. El que saluda cuando subís al micro, el que se toma todo el tiempo de mundo para esperar a que suba la persona que tiene algún problema o una mamá con tres pibitos (generalmente son las madres las que andan con tantos pibes), el que antes dejaba subir al muchacho al que no le alcanzaban las monedas y que hoy al que no tiene carga en la SUMO. Con un simple gesto les concede ese beneficio; nada de andar haciendo alarde, como para hacerlo quedar mal ante el resto del pasaje.

Por lo demás, no llevo una estadística precisa, pero pocas veces he sido testigo de un colectivero que no espera al que viene corriendo para alcanzarlo. Porque si quiere, tiene un par de excusas perfectas por si alguien se anima a reprocharle su insolidaridad: el “no lo vi…” incomprobable o el “tengo que cumplir un horario, si en cada esquina pierdo un minuto me labran una infracción…”. Y chau. Tiene razón. Andá a discutirle.

Entonces, la pregunta que conviene hacerse es ¿qué lleva a un colectivero a esperar al hombre, a la mujer, al pibe o la piba que vienen corriendo?

La respuesta es sencilla: ponerse en el lugar del otro. Ahora se usa mucho la palabra empatía. Y ese es un gran ejemplo.

Por eso, hace unos meses me llamó la atención que un colectivero no me esperara. Me faltaban unos cuantos metros para llegar a la esquina y lo vi. Le pegué el chiflido y supe que él también me había visto. Es más, permaneció detenido unos cuantos segundos. Pero siguió su marcha y se perdió calle arriba.

Estuve a punto de sentirme defraudado; a segundos de empezar a cuestionarme el buen concepto que tengo de los colectiveros.

Hasta que lo pensé mejor y caí en la cuenta de que había hecho lo correcto. Yo ya no soy aquel muchacho que de un pique explosivo recorría media cuadra en diez segundos. En mi interior creo que lo sigo siendo, pero no es así. Menos para quien me está viendo “de afuera”. Ante esa mirada, soy un tipo grande, al que no se lo ve un gran estado físico. Y además, ese día iba cargado con una mochila y abrigado como para atravesar Siberia caminando.

Es decir, si me esperaba, yo me iba a ver en la obligación de imprimirle mayor velocidad a mi carrera. A sobreexigirme.

“Si este hombre corre cincuenta metros le da un bobazo…”, habrá pensando, con sobrado criterio. Puso primera y arrancó.

Lo dicho: los colectiveros son un fenómeno. Lástima que a ese no tuve oportunidad de agradecerle.

Como sea, hoy en su día, los saludo a todos. Y les agradezco a cada uno por hacernos el viaje más llevadero.

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