El Karai Guasu
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En el rancho de la loma, donde el sol de las afueras enrojecía la tierra en la tarde larga, vivía un viejo de voz pausada y mirada limpia. Le decían el Karai Guasu —el Gran Señor—, pero él se hacía llamar José. “Solo José”, respondía. Y era cierto.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailLos pibes lo buscaban para que les contara historias de caballos y tormentas, los hombres del campo y los indios cuando pasaban por su rancho bajaban el sombrero con respeto. Nadie sabía bien de dónde venía, pero todos sentían que esa tierra que como si fuera ceniza se le pegaba en las manos provenía de un fuego antiguo. Ese fuego de los traicionados, pero no vencidos. El fuego que nunca se extingue.
Lo vieron llegar, con un poncho desteñido, un bastón de ñandubay y una cicatriz que le cruzaba la mano. El presidente Francia le había dado un rincón tranquilo en las afueras de Candelaria, y ahí se quedó, como árbol arrancado a la fuerza, que echa raíces en tierra ajena.