A mis hijos les resulta casi asombroso que yo haya visto por la tele la llegada del hombre a la Luna ese 20 de julio de 1969. Para los más grandes, forma parte de la historia; para el más chico, de la prehistoria. Y ahí estaba yo con mis siete años frente a un televisor marca Emerson, en una casita humilde y al fondo de calle Constitución.

-¿Y te lo acordás?-, me han preguntado.

-Claro. Todo el mundo estaba prendido al televisor.

Y eso es totalmente cierto. Lo que no lo es tanto es que me acuerde con claridad. Pero he visto tantas veces esas imágenes repetidas, que las podría describir a la perfección. Si solo las hubiera visto aquella vez, tendría un recuerdo más bien difuso. Con “fantasmas”, rayas, “hormigueos” e interferencias. Porque así se veía en el Emerson.

Es más, si algo me acuerdo de aquel día no es lo que sucedía en la televisión sino en la vida real, en vivo y en directo. Con la nitidez de lo que no refleja una pantalla.

Hacía poco que nos habíamos venido a vivir a Tandil. De una manera no muy gustosa, mi hermana y yo estrenábamos ciudad –tener que dejar Mar del Plata no nos convencía-. Mi vieja, además, estrenaba marido. El segundo: Américo.

Para nosotros era aún un extraño a quien evaluábamos rigurosamente 24 por 7. El pobre no dejaba oportunidad de esmerarse. Y aquel día era una buena ocasión. Porque como el resto de los humanos, mi hermana, mi vieja y yo estábamos expectantes desde los días previos para ver el gran evento. Los mayores, seguro, tendrían sus expectativas. Recuerdo que la mía era que apareciese un monstruo y se comiera al astronauta. Y entre los caprichos del Emerson, las dificultades del búster –un aparato rectangular de función desconocida pero vital- y la orientación de la antena, nada estaba garantizado. Es más, desde la mañana el televisor se veía como el demonio.

Para eso de las seis o siete de la tarde, la imagen era un hormiguerío dibujando siluetas y carraspeando sonidos.

-Es la antena, decía mi vieja, mientras le daba a la manivela que controlaba las riendas de cable de acero que llegaban hasta allá arriba, más de diez metros. Le daba y le daba, pero giraba sin ton ni son; algo se había desprendido.

Para cuando llegó Américo de su trabajo en la tienda, lo esperaban seis ojos casi desorbitados.

-Se corrió la antena, no se ve nada...-, sentenció mi mamá.

Cansado, con frío, seguramente con hambre, con ganas de sentarse en una silla a mirar tele, Américo intentó en vano darle a la manivela.

-No anda. Te dije que no anda.

Américo vio en ese contratiempo la oportunidad de pasar a la historia: la cotidiana, la inmediata, la que vale. La nuestra.

La torre en cuya punta se desplegaba la antena propiamente dicha, tenía doce metros. Era -en algún momento lo supe- motivo de orgullo familiar. No cualquiera tenía una antena de doce metros. Era garantía de buena imagen. Debía serlo.

Hacía un frío de julio tandilense. Pero lo que dolía era el viento; un viento helado del sur. De ahí también venían las ondas televisivas marplatenses.

Vestido con la ropa de empleado de comercio, Américo se trepó a un paredón y de ahí al techo. Ya teníamos el operativo diagramado: yo parado en el patio, mirándolo a él, mi vieja cerca de la puerta de la cocina y mi hermana frente al televisor.

-Yo lo muevo y ustedes me van diciendo-, dijo antes de subir. Iniciando él también –como Armnstrong, Aldrin y Collins- su epopeya.

Lo vi trepar la torre, paso a paso, escalón por escalón -que no eran tales, sino unos fierros cruzados cada tanto, soldados a las tres caras de la columna de hierro-; se había puesto un suéter gris oscuro encima de la camisa blanca del trabajo. Se quedó corto con el abrigo. Abajo, con mi campera y mis guantes, yo no soportaba el viento que me cortaba la cara y se me colaba entre la ropa.

Su figura se me perdía en la altura y en la oscuridad; se distinguía el rostro pálido y los pelos que le volaban. Por fin llegó a la cima.

-¿Ahí se ve mejor?

-¿Se ve mejor?

-No, peor.

-Peor.

-Dice que peor.

Las órdenes y contraórdenes iban y venían de la cocina al patio, del patio a las alturas y viceversa.

Lo escuchaba rezongar allá arriba. Quizás por el frío, por la antena porfiada que se empecinaba en mirar para el lado de Buenos Aires, tal vez por la fuerza que tenía que hacer con una sola mano, porque con la otra se aferraba a la torre.

-¿Ahora?

-¿Y?

-Va mejor, que le dé un poco más para ahí.

-Dale un poco más.

-Un poco más para ese lado.

-¿Ahora?

Y así, durante un buen rato: "dale más", "ahí está casi", "pará, no tanto", "un poquito para el otro lado"... Todo a repetición.

El me miraba de allá arriba, esperando la nueva orden.

Y lo que recuerdo ahora no es la caminata de Armstrong, la bandera de barras y estrellas flameando (?), las comunicaciones de Cabo Cañaveral, sino es esa mirada, que más que verla intuí en la altura y en la oscuridad.

Me pregunto qué vería él. A un hijo que no era el suyo, chiquitito allá abajo, con ojos demandantes. Me pregunto también, qué vería yo: a un hombre perdido en el frío, el viento y la noche, aferrado con una mano tratando de encontrar el impreciso punto exacto de la felicidad. De la complacencia, al menos.

De tanto en tanto miro para arriba en las casas viejas y descubro alguna torre, inútil y oxidada.

Y recuerdo aquella epopeya.

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