García, el bueno
Cuando volvimos al salón después del último recreo largo nos encontramos con esa leyenda en el pizarrón.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailEstaba escrita con letra imprenta mayúscula, bien grande y se leía el apellido de la maestra seguido de dos puntos y debajo, en dos líneas “vieja” y más abajo, una palabrota que no voy a reproducir acá por cuestiones de buen gusto. Algunos no podíamos aguantar la risa, de tontos qué éramos nomás, como todo chico de once años de aquel entonces, y otros tampoco podían evitar una risa nerviosa. Porque para colmo, en esas dos últimas horas teníamos clase con ella, con la señora, como le decíamos para hacerla enojar y nos corrigiera: “señorita, soy señorita”. Tenía como mil años y era señorita. Aunque pensándolo desde ahora, capaz que no era tan grande. No importa. Lo que importa es que era mala. Muy mala. Disfrutaba mucho con humillarnos, hasta hacernos llorar.
Pero no era mala solo con los alumnos: también con otros maestros. Me acuerdo que ese año había empezado uno nuevo, que nos daba gimnasia. Era joven y buenísimo, porque nos hacía jugar al fútbol en su hora. A los de sexto y a los de séptimo. Y la señora se enojaba mucho, porque desde el patio llegaban los gritos de “pasala” o “¡foul!” o los festejos de los goles. Y ella abría la puerta del salón y le gritaba: