El día que leí por primera vez la historieta “Gilgamesh, el Inmortal” en la revista D´Artagnan confirmé algo que ya sabía pero en lo que nunca había pensado seriamente: algún día iba a morir. Y pensé, en esto sí por primera vez, en el asunto de la inmortalidad.

A lo largo de tantos años, y de no poca literatura, he podido concluir que ambas cuestiones son una fatalidad. Sobre la primera me permitiría no abundar, ya que como todos, he visto, he sentido, he penado muchas muertes a lo largo de la vida.

Sin embargo, nunca me enfrenté cara a cara con la inmortalidad. No la mía, claro; no fue más que una fantasía que no duró mucho más allá de mis lecturas de historietas. Nunca, quiero decir, he estado frente a un inmortal.

O al menos eso creo.

Me temo que por cuestiones contractuales, divinas o inexplicables, quien goza de esa condición tiene vedado confesarla. De manera tal que cada persona con la que hablo a diario, la que me cruzo por la calle sin conocer, la me atiende en una estación de servicio o cualquiera de mis vecinos es, ante la posibilidad cierta de mi premisa ya descripta, un inmortal.

Ayer, justamente, me pareció ver a uno.

Fue a la salida del chino de mi barrio, adonde fuimos con mi hijo a comprar un par de ingredientes que nos faltaban para hacer un regio guiso de lentejas (tarea a la que habré de abocarme ni bien termine esta columna).

Mientras íbamos rumbo al auto, vi que sentado sobre el vano de la vidriera del supermercado había un hombre mayor. Parecía esperar algo o a alguien, pero sin apuro; como quien no espera o quien sabe que lo esperado no habrá de llegar.

Llevaba una gorra de paño a cuadros con visera, fumaba un cigarrillo armado y tenía una mirada de no estar ahí, que supongo que es la misma mirada que deben tener los que siempre han estado en un lugar.

Por cuestiones estrictamente personales, íntimas y/o psicológicas, se me hace que los inmortales no son ganadores, multimillonarios, famosos ni se muestran diestros en ninguna disciplina. Quizás lo hayan sido en algún momento, pero se fatigaron. Algo me dice que el éxito debe ser cansador (de allí que lo esquivo, paradójicamente, con notable éxito). Como también ha de ser extenuante la juventud; por eso, los inmortales que sospecho siempre son viejos.

Y ahí está la diferencia entre mis inmortales y Gilgamesh, el personaje de mis historietas de infancia. Este buscaba la fuente de la juventud eterna. Por eso recurrió a Ziusudra –el elegido de Dios para subirse al Arca de Noé junto a su esposa- y por eso buscó aquella planta mágica en el fondo del océano. Por eso también, un buen día se suicidó.

Los inmortales con los que me cruzo en el barrio o camino al trabajo o en la sala de espera de los consultorios no buscan juventudes ni otras gracias. Llevan consigo la marca del fracaso, como cualquier otro hijo de vecino. Ellos tampoco encontrarán lo que tanto desean. Eso que a nosotros nos es tan inevitablemente fácil.

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Los inmortales del barrio